« “Me doy cuenta que siempre supe lo que acabo de saber”, es una expresión que en psicoanálisis alude a cómo un acontecido saber ha quebrado el suceder de la desmemoria. En el orden individual esto supone el atravesamiento de algún núcleo patógeno promotor de resistencia. Algo equivalente puede darse en una comunidad cuando ceden las condiciones intimidatorias frente a las cuales un individuo, o muchos, pretenden refugiarse en la renegación (negar y negar que se niega). Esta irrupción de la memoria develando lo ya sabido, suele corresponderse con la instauración de una utopía atípica, en tanto tiene tópica hoy y aquí. Lo esencial de esta utopía “moderna” es que se trata de otra distinta doble negación: negarse a aceptar aquello que niega (oculta) los hechos que hasta entonces intimidaron.
Todos estos fenómenos, exaltados por tiempos del terrorismo de estado, hacen oportuno interrogante acerca de la probable existencia, en los inicios del aparato psíquico, de alguna disposición que preanuncie una renegación capaz de invalidar, en los adultos, su coraje frente a la hostilidad. Es posible que así sea, y nos ayudará a dilucidar la cuestión una idea –por cierto bastante peregrina– de Ronald Fairbairn. La leí hace años sin asignarle durante todo este tiempo demasiado valor teórico. No obstante nunca la olvidé. Voy a citarla de memoria, atento a cómo se fue organizando mi recuerdo. Aquel texto debería decir más o menos lo siguiente: si un lactante, frente a la demora de los suministros necesarios a su vida, pudiera pensar, pensaría a sus padres como incondicionalmente crueles ya que habiéndolo traído a la vida, lo matan con indiferente abandono. La única manera de hacer condicional esta incondicionalidad, dependería de otro pensamiento: no es que ellos sean crueles, es que los odio y me castigan, si los amo viviré. Encuentro que esta imaginativa “construcción” aclara en algo aquel posible antecedente infantil de la renegación. Cuando Fairbairn “hace pensar” a un lactante, es posible que estuviera referido a sus primitivas vivencias, dando letra a huellas infantiles en una memoriosa resignificación. Así surgiría ese saber acerca de lo que siempre se “supo” por estar inscripto sin posible palabra.
Por mi parte mantuve latente durante décadas lo que ahora cobra el significado que aquí presento. Existen otros remotos textos que van en la misma línea que sugiere Fairbairn. Ellos se refieren a otra infancia, la de la tradición judeo-cristiana. Es así que la Biblia alude al impronunciable nombre de Dios, aquel que entregó a Moisés las primeras tablas donde figuraba ese ilegible nombre. Cuando este regresó a su pueblo, rompió con ira las tablas mientras ordenaba el total aniquilamiento de los idólatras desconocedores de su poder. Un primer genocidio consignado bíblicamente. En las segundas tablas, ahora con letra, figuraba la ley de Dios.
Bien pueden estos dos momentos míticos ilustrar aquello que Fairbairn hizo, y en cierta forma yo reitero, poniendo pensamiento, a futuro, en impensables –y a su manera ilegibles– propias experiencias iniciales. Bien pueden ser aquellas primeras figuraciones, donde una maldad incondicional obliga a sometimiento, el origen de ese Señor de la vida y de la muerte, prefigurando en el inconsciente de los seres humanos, una deidad significada incondicionalmente cruel, ante la que sólo resta el sacrificio como eje de toda religión.
Es quehacer propio del psicoanálisis vaciar de tal significado de crueldad a estas inscripciones, abriendo la posibilidad de instaurar lo que entendemos por el Nombre del padre. Un nuevo significante articulador de la ley, en primer término, del lenguaje. El mito bíblico, como todo mito, constituye un lenguaje donde descifrar una verdad que apuntale la necesaria valentía para no recusar, cuando ello es posible, el saber sobre la crueldad y sus efectos.
Para un psicoanalista resulta esencial despejar en sí mismo estos puntos ciegos; lo contrario supone el riesgo de una connivencia, en el sentido de “ojos cerrados” y aun “guiño cómplice”, con lo cruel. La abstinencia psicoanalítica se degrada cuando es connivencia indiferente. Entonces puede aproximar aquel “matar con indiferente abandono” »
Fernando Ulloa