Hace un buen rato que intento acabar el informe que me has pedido, pero no puedo concentrarme. Ya sabes que suelo responder con eficacia a tus indicaciones, pero algo en mi interior se niega hoy a seguir redactando fríos y descorazonados memorándums. Por contra, cuando me he puesto a escribirte esta carta, mi pulso se ha acelerado y mis dedos han empezado a danzar livianamente sobre el teclado del ordenador.
Seguro que te preguntarás por qué te escribo una carta en lugar de enviarte un e-mail o simplemente llamarte al móvil. No estoy seguro, pero creo que tiene que ver con la distancia y la ausencia de prisas. Dicho de otra manera, la carta me da la posibilidad de escribir pensando, de volver atrás y rectificar, de explicarme sin la incómoda sensación de que tengo que ser breve para no hacer perder el tiempo a mi interlocutor. Sin la premura de otros medios, en definitiva. Y lo que te quiero explicar, como verás, no admite prisas.
El caso es que hay una cosa que me tiene preocupado, a ratos estupefacto y a ratos cabreado, y que no me deja conciliar el sueño desde hace semanas. Es algo sencillo y fácil de entender, pero a la vez terriblemente profundo. Quizá te parezca banal a simple vista, pero tengo razones para pensar que es esencial para nuestro futuro como personas y como sociedad.
Te lo diré sin rodeos: la gente no es feliz. Por supuesto, es una generalización, pero más extendida de lo que muchos creen.
Desde hace algún tiempo, cuando pregunto a mis amigos y compañeros algo tan simple como «¿qué tal?», obtengo respuestas como éstas:
«Pues, tirando» (del carro, evidentemente, con lo que la identificación con un animal de tracción es obvia).
«Ya ves» (que en realidad quiere decir: «Decídelo tú, por que yo ni me veo»).
«Vamos haciendo» (en un gerundio sin fin). Fíjate, «vamos» y no «voy», porque en esta situación es mejor sentirse acompañado.
«Luchando» (como si la vida fuera una guerra).
«Pasando» (¿por el tubo?).
«No me puedo quejar» o su versión extendida «No nos podemos quejar», donde el que responde asume, en un alarde de masoquismo, que podría estar peor.
O el ya frecuente «jodido, pero contento», en el que se manifiesta que el estado natural de uno es estar jodido.
Son muy pocos los que contestan «¡bien!» y casos aisladísimos los que espetan un asertivo, sincero y convencido «¡muy bien!».
Así que está claro que alguna cosa falla.
La realidad, la de hoy, la que percibo a mi alrededor, es que millones de personas van cada día a trabajar con tristeza y resignación, sin otra esperanza para salir de su desgraciada circunstancia que acertar en la lotería y llegar por un atajo a la felicidad. Son muchos los que trabajan en oficios que no les realizan, que andan estresadísimos, que sienten profunda y tristemente que cobran menos de lo que valen y que, en definitiva, se sienten mercenarios de una hipoteca.
Y dicen…
… «No puedo cambiar.»
… «Tengo una hipoteca a treinta años.»
… «Tengo una familia a la que sacar adelante.»
… «Soy un profesional con unos compromisos muy fuertes que debo mantener, ¿qué otra cosa podría hacer?»
Llevo tiempo dándole vueltas y creo que esta infelicidad tiene mucho que ver con una frasecita perversa que todos conocemos bien. Yo la he oído a lo largo de toda mi vida, desde que era un crío. Es una expresión que forma parte de nuestro lenguaje aceptado y compartido. Está en el centro de nuestra vida y, probablemente por eso mismo, nunca reflexionamos sobre sus implicaciones.
Tiene apariencia inofensiva, la muy puñetera, pero no hay que fiarse. Si la escuchas sin prestar mucha atención, dices: «Vale, ¿y qué?». Pero si te paras a pensarla, a rebuscar entre las palabras, sacas conclusiones escalofriantes.
Voy directo al grano. La frase en cuestión es corta, sólo tiene cinco palabras y es: «Hay que ganarse la vida».
¿Qué, cómo la ves? ¿Alguna reacción a bote pronto? ¿Te dice algo? ¿Se activa alguna alerta en tu mente?
Lo cierto es que a mí no me decía nada hasta que hace un par de semanas, en una reunión con unos clientes, se la oí decir resignadamente a uno de ellos.
Entonces, de pronto, me vino a la cabeza el siguiente pensamiento:
DECIR QUE NOS TENEMOS QUE GANAR LA VIDA IMPLICA PARTIR DE LA PREMISA DE QUE LA VIDA ESTÁ PERDIDA.
Has leído bien, sí, ¡perdida! ¡Y esto es fuerte, muy fuerte! Y, sin embargo, todos o casi todos lo tenemos asumido como normal, como lo que toca, como lo que es, como lo que hay.
Y si asumimos la perversión de esta frase tan socialmente aceptada y muy escasamente pensada, lo mejor que podemos esperar de nuestra existencia, el mejor de los futuros imaginables, es recuperar algo que, en realidad, nos es consustancial. Para no vivir como muertos, nos pasaremos la vida intentando «ganárnosla». Con resignación y, rondar ya por tu cabeza y has llegado a conclusiones que a mí se me escapan (por algo eres el jefe).
Así que espero con ansia tu respuesta a estas líneas.
Con un afectuoso abrazo,
Álex
P. D. Ya lo decía el sabio escritor estadounidense Henry David Thoreau… ¡en el siglo XIX!: «No hay nadie tan equivocado como aquel que pasa la mayor parte de su vida ganándose la vida»."
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