« Rhea sintió deseos de chillarle a todos que se fueran de la casa. Tenía cosas sobre las que reflexionar, cosas que no podían quedar libres en su mente a causa de la presión de la gente. Eso le había producido un dolor de cabeza tan espantoso. Después de oír cómo se desvanecía el ruido del camión por la carretera, salió de la cama con cuidado, bajó las escaleras con igual cuidado, se tomó tres aspirinas, bebió toda el agua que pudo, midió el café y lo puso en la cafetera sin mirar había abajo.
Los huevos estaban sobre la mesa, en cestas. Tenían manchas de estiércol de gallina y trozos de paja pegados, que habría que quitar frotando con una esponja de acero.
¿Qué cosas? Palabras, sobre todo. Las palabras que le había dicho Wayne cuando la señora Monk salía por la puerta trasera.
“Me gustaría follarte si no fueras tan fea”.
Se visitó, y cuando el café estuvo listo se sirvió una taza y salió al porche lateral, inundado por la oscura sombra de la mañana. Las aspirinas empezaron a hacerle efecto y en lugar de dolor de cabeza sintió como un espacio en el cerebro, un espacio claro y precario rodeado por un leve zumbido.
No era fea. Sabía que no lo era. Aunque, ¿cómo podía estar segura?
Pero si era fea, ¿habría salido Billy Doud con ella? Billy se preciaba de ser amable.
Pero Wayne estaba muy borracho cuando se lo dijo. Los borrachos dicen la verdad.
Menos mal que no iba a ver a su madre aquel día. Si llegaba a sonsacarle lo que le pasaba —y Rhea no podía tener la certeza de que no lo hiciera—, querría que Wayne recibiera un escarmiento. Sería capaz de llamar a su padre, el sacerdote. Lo que la encolerizaría sería la palabra “follar”. No comprendería el asunto en absoluto.
El padre de Rhea reaccionaría de una forma más complicada. Culparía a Billy por haberla llevado a un sitio como la casa de Monk. Billy y los amigotes de Billy. Se enfadaría por lo del “follar”, pero en realidad se avergonzaría de Rhea. Siempre sentiría vergüenza de que un hombre la hubiera llamado fea.
No se puede intentar que los padres comprendan las verdaderas humillaciones.
Sabía que no era fea. ¿Cómo podía saber que no era fea? »
Alice Munro
Han llegado naves espaciales
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