"La pequeñez de nuestra existencia puede adquirir dimensiones que no habíamos sospechado antes y, por el contrario, vidas acostumbradas a transcurrir sin límites aparentes tropiezan con una barrera implacable. El confinamiento y las normas de distancia social han cambiado las reglas del juego, y el aislamiento pone a prueba los recursos de cada uno. Por una parte, la pandemia es un acontecimiento político, con independencia de la causa que la ha desencadenado. Es un acontecimiento político que revela la idiosincrasia de las naciones, las prioridades que los Estados establecen, y aquello en lo que los esfuerzos se concentran. Es político porque saca a la luz la verdad que se disimula, se negocia y se corrompe en los organismos locales e internacionales.
"Podríamos tener una epidemia paralela de medidas autoritarias y represivas pisando los talones de la epidemia sanitaria”, dijo Fionnuala Ni Aolain, portavoz en las Naciones Unidas sobre temas de contraterrorismo y derechos humanos, en referencia a los decretos que muchísimos países están dictando y no es seguro que vayan a retirar una vez pasada la catástrofe.
Es político porque destapa las diferencias socioeconómicas que determinan grados distintos de sufrimiento. Aquí, en el supuesto Primer Mundo, hay niños y jóvenes que no pueden recibir sus clases de manera virtual porque en sus casas no hay ni un ordenador ni un teléfono móvil. Un vídeo en un barrio pobre de Sudáfrica muestra el imposible intento del ejército para conseguir que familias con diez miembros permanezcan encerradas en sus chozas de diez metros cuadrados hechas con cartones y latas.
La infección es biológica, pero la pandemia es decididamente política.
Lo es, porque una vez más la clase dirigente aprovecha la desgracia para lucrarse con el tráfico de sus discursos oportunistas. Los supremacistas holandeses y belgas consideran que la sanidad española e italiana no es un asunto que le corresponda a la Unión Europea. Esa costumbre mediterránea de cuidar a los ancianos es un hábito malsano para la economía. Silicon Valley nos trajo la buena noticia de que viviríamos 120 años. Ahora Dan Patrick, vicegobernador de Texas, nos arruina la fiesta anunciando que los mayores de 70 años deben sacrificarse para salvar el mercado y el sueño americano. Lacan, en referencia al nazismo, habló del sacrificio a los “dioses oscuros”. Los dioses actuales no son nada oscuros. Son transparentes como el agua de antaño (la de hoy en día, gracias a la polución, ha dejado de serlo) y se conocen con los nombres de Dow Jones, Nikkei, Nasdaq, Ibex 35, por nombrar tan solo unas pocas deidades modernas.
Pero la pandemia es también una experiencia que sacude los resortes más íntimos de cada uno. Así como un organismo reacciona de forma imprevisible a la acción del virus, cada sujeto responde por fuera de cualquier protocolo psicológico estandarizado.
Se comprueba, una vez más, hasta qué punto nacemos, vivimos y morimos confinados en el interior de una realidad virtual que fabricamos a nuestra medida, y que existe desde mucho antes que pudiésemos imaginar la invención de internet. Es algo inherente a nuestra condición de seres que respiramos una atmósfera palabrera. El virus no solo se alimenta de nuestros pulmones, sino que fagocita el léxico para decir tanta pena: no quedan camas, ni respiradores, ni palabras que puedan dar cuenta de lo que está pasando.
Ante semejante escasez, se entiende que proliferen toda clase de votos que auguran un nuevo mundo, una humanidad regenerada, una conciencia purificada de los excesos a los que nos hemos entregado. Los discursos que llaman al arrepentimiento y a la contrición compiten con otros que empiezan a considerar seriamente que podríamos prescindir de todos los gobiernos y encargar a Amazon la gestión de los asuntos de Estado: cumplen siempre y entregan todo a tiempo. No existe ninguna realidad que no sea virtual, como lo vimos en El show de Truman, hasta que el sinsentido se mete por detrás de la pantalla y comienza a faltarnos el aire y el habla. La realidad virtual que fabrica el ser hablante es la sencilla y cotidiana amnesia que nos hace olvidar el cuerpo al que finalmente nos reducimos. Mejor que a ese cuerpo lo olvidemos todo lo posible, porque cuando se manifiesta nunca anuncia algo bueno. No se sabe cuándo volveremos a besarnos, se preguntan muchos, y si acaso con el paso del tiempo no se volverá una práctica definitivamente antihigiénica, como escupir u orinar en la calle. Creíamos que ya lo habíamos visto todo, pero no es así. Por suerte, en el Manicomio Global nunca faltan camas".
Gustavo Dessal
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