«—Pero hubiera sido aún más terrible si llegan a hacer lo que querían, que era apagar las luces del teatro antes de echar las bombas —dijo Prats.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Manuel.
—A oscuras hubieran muerto todos —añadió riendo Prats.
—No —exclamó Manuel levantándose—; de eso no se puede reír nadie, a no ser que sea un canalla. Matar así de una manera tan bárbara…
—Eran burgueses —dijo el Madrileño.
—Aunque lo fueran.
—Y en la guerra, ¿no matan los militares a gente inocente? —preguntó Prats—. ¿No disparan sobre las casas con bala explosiva?
—Pues los que hacen eso son tan canallas como el otro.
—Éste, como ya tiene su imprenta —dijo el Madrileño con sorna—, se siente burgués.
—Por lo menos, no me siento asesino. Ni tú tampoco.
—Una de las bombas no estalló —dijo Skopos—, cayó sobre una mujer muerta por la primera bomba. Por esto, la carnicería no fue mayor.
—¿Y quién hizo esa bestialidad? —preguntó Perico Rebolledo.
—Salvador.
—Ese sí que tendría las entrañas negras…
—Debía ser un fiera —dijo Skopos
—. Él se escapó del teatro en el momento del pánico, y al día siguiente, cuando el entierro de las víctimas, parece que se le ocurrió subir a lo alto del monumento de Colón con diez o doce bombas, y desde allí irlas arrojando al paso de la comitiva.
—No comprendo cómo se puede tener simpatía por hombres así —dijo Manuel.
—Mientras estuvo preso —siguió diciendo Skopos—, hizo la comedia de convertirse a la religión. Los jesuitas le protegieron, y allí anduvo un padre Goberna solicitando el indulto. Las señoras de la aristocracia se interesaron también por él, y él se figuraba que le iban a indultar… Pero cuando le metieron en capilla y vio que el indulto no venía, se desenmascaró, y dijo que su conversión era una filfa. Tuvo una frase hermosa: ¿y tus hijas? —le dijeron—. ¿Qué va a ser de tus pobrecitas hijas? ¿Quién se va a ocupar de ellas? “Si son guapas —contestó él—, ya se ocuparán de ellas los burgueses”.
—¡Ah!... Es bien… Es bien… —gritó Caruty, que hasta entonces había estado silencioso e inmóvil—. Es bien… le grand canaille… Es bien… Es una frase…
—Yo asistí a la ejecución de Salvador —siguió diciendo Skopos— desde un coche de la Ronda; cuando subió al patíbulo iba cayéndose…; pero ¡la vanidad lo que puede!...; el hombre vio un fotógrafo que le apuntaba con la máquina, y entonces levantó la cabeza y trató de sonreír… Una sonrisa que daba asco, la verdad, no sé por qué…. El esfuerzo que hizo le dio ánimos para llegar al tablado. Aquí trató de hablar; pero el verdugo le echó una manaza al hombro, le ató, le tapó la cara con un pañuelo negro, y se acabó…. Yo esperé a ver la impresión que producía a la gente. Venían obreros y muchachas de los talleres, y todos, al ver la figurilla de Salvador en el patíbulo, decían: ¡Qué pequeño es! Parece mentira.
Y hablaron de otros anarquistas, de Ravachol, de Vaillant, de Henry, de los de Chicago… Había oscurecido y siguieron hablando… Ya no eran las ideas, eran los hombres los que entusiasmaban. Y entre su humanitarismo exaltado y su culto de sectarios por una especie de religión nueva, aparecía en todos ellos, saliendo a la superficie, su fondo de meridionales, su admiración por el valor, su entusiasmo por la frase rotunda y el gesto gallardo…
Manuel se sentía inquieto, profundamente disgustado en aquel ambiente.
Y todos los domingos aumentaba el número de adeptos en “La Aurora roja”. Unos, contagiados por otros, iban llegando… Y crecía el grupo anarquista libremente, como una mancha de hierba en una calle solitaria…»
Pío Baroja
Aurora roja
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