"No eran buenos buenos tiempos. Mi novia se fue a Nueva York, el gato se perdió y me pidieron el apartamento. Tres pérdidas en una sola semana. Me fui a vivir solo en el centro, en un hotel de mala muerte. Regalé unas cosas y boté otras. Llegué a La mitad del cielo con una sola maleta y una máquina de escribir algo desbaratada.
Me encerré tres días. Dormía y comía, comía y dormía, nada más. Salí a comprar libros. De pronto se me arreglaba el ánimo. La plata no era mucha pero, regateando, conseguí unas maravillas en San Victorino. Entré a los tres mirlos y pedí una taza de café en la mesa del fondo, donde nadie me molestaría, una precaución innecesaria: nadie me molestaría en esta ciudad espantosa.
Empecé a leer La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata. Me habían hablado bellezas de esa novela y, no más en el primer capítulo, supe que tenían razón. Pedí otra taza de café.
Entonces llegó el lobo.
–¿Qué lees, hermano?
Lo miré por encima de los anteojos.
Vestía bien, con sombrero, bufanda y anteojos negros, con abrigo, camisa de seda y pantalones de lana, pero se veía que era el lobo. Lo imaginé fumando pipa al atardecer, contemplando el cerro de Monserrate. Aunque se veía bastante inofensivo, el corazón me saltaba como un sapo. Me pareció que se cuidaba las garras con esmalte transparente. Filosas garras, por cierto.
– ¿Te conozco?
– Creo que sí –dijo el lobo–. Me escribiste una historia.
– Eres el lobo feroz entonces.
– Ya no me duele que me digan así.
“Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio”, citó de memoria. Y no supe si reírme o salir corriendo.
– No te veo mal –dije, y pasé salive.
– Me he recuperado.
– ¿Ya no te vistes de mujer?
– Abusas de tu suerte, hermano. Leí que estabas buscando un unicornio.
– No creas en todo lo que leas –dije–. Los unicornios no existen.
– Pero sigues buscando.
– Así es.
– Te veo amargado, hermano.
– Tengo deudas.
Le pedí un café. El lobo levantó las orejas, como si hubiese percibido un peligro, algo más allá de mi entendimiento. Giró la cabeza, husmeó, se mantuvo inmóvil durante dos o tres segundos y luego se tranquilizó. Saboréo el café y manifestó su aprobación.
– Bonito lugar: no hay televisión –dijo, sin faltar a la verdad–. ¿Te has dado cuenta que todo mundo anda idiotizado con los partidos de fútbol?
Me contó sus andanzas. Le pedí otro café y dejé que terminara su cuento. La verdad es que quería seguir leyendo la novela. Kawabata mata lobo.
– Me volví un intelectual –confesó–. Leo poesía y escribo.
Asisto al taller del poeta Roca y desayuno con agua de rosas. Sólo me falta escribir una columna en una revista de vanidades.
– ¿Y qué tal?
– Roca es un duro –dijo el lobo–. Desayuna con aguardiente y muslo de doncella.
– Pregunto por los poemas.
– El dolor es la esencia de la poesía.
Hablamos de poesía. Me preguntó si conocía la obra de Pablo Neruda y mencioné sus veinte poemas de amor. Me sabía de memoria dos o tres porque servían para levantar novia.
–Qué va –dijo el lobo–. Léete Residencia en tierra.
No lo podía creer. En vez de perseguir presas en el bosque o quebrarle el cuello a una oveja en un potrero, el lobo se dedicaba a las metáforas y otros retorcimientos del lenguaje. Tal vez terminaría escribiendo horóscopos o adivinando la suerte en el fondo de una taza de chocolate. Me pareció que sólo le faltaba un bastón para completar el disfraz de poeta. Le pregunté si se había vuelto vegetariano y respondió, horrorizado:
– ¿Qué te pasa, Arciniegas?
Entonces le solté la pregunta que tenía atravesada como una espina:
– ¿Y de Caperucita Roja?
Pensé que se pondría pálido o que se desmayaría, pero no. Pensé que me lanzaría un zarpazo para que no fuera tan impertinente. Corrí la silla unos centímetros por si tenía que salir corriendo.
– Por ahí anda –dijo el lobo, sin ningún temblor–. Muy rica, muy orgullosa.
– ¿Sigues enamorado?
– La traga se me pasó –dijo el lobo–. Si la ves, no me has visto.
Y se fue como si nada. Me quedé preguntándome qué demonios quería. ¿Derechos de personaje? No vi que estuviera en apuros económicos. ¿Que volviera a escribir su historia? Lo escrito, escrito está. ¿Acaso se ofendió con mis preguntas? ¿O sólo quería hacerme ver que su vida no era una desgracia? Seguro que tenía alguna novia y era más o menos feliz. Extrañaría cada vez menos al lobo salvaje y sanguinario de otros tiempos. Lo imaginé revolcándose en la niebla de un bosque cercano para matar la nostalgia.
Seguí leyendo.
Entonces apareció la misma Caperucita Roja, sin capa ni caperuza, con unas botas altas, negras, brillantes, y una falda diminuta. Preciosa. Absolutamente preciosa. Acababa de pintarse la boca.
– ¿Has visto al lobo, Arciniegas?
Me pregunté si traería escondida alguna navaja. Le temía más a Caperucita que al lobo. Limpié los anteojos con una servilleta para ganar tiempo.
– ¿Te conozco?
– No te hagas el menso –dijo Caperucita–. ¿Lo has visto?
– No.
–Bonito lugar: no hay música –dijo Caperucita, con toda razón–. ¿Puedo sentarme?
La silla no es mía, pensé, pero no se lo dije. Además, se supone que estamos en un país libre y todo el mundo se sienta donde se le da la gana.
– Por supuesto –dije–. ¿Quieres café?
– Me desvela. ¿Lo has visto?
Me hechizaron sus ojos. Me conmovieron. Caperucita estaba al borde del llanto.
–Me has dado mala fama –dijo–. No soy una niña ingenua, lo sé, pero tampoco la mujer malvada del cuento. Y abandoné el chicle porque se me estaba agrandando la quijada.
Igual que el lobo, citó de memoria: “Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa”.
– ¿Todavía soy bella? –preguntó.
– ¿Qué quieres?
– ¿Dónde está?
Me hice el pendejo y pregunté:
– ¿Quién?
– El lobo feroz.
Ya no le duele que le digan así, pensé.
–Vino y se fue –dije–. No sé a qué vino ni le dejó ninguna razón. No sé de dónde vino ni para dónde se fue.
– ¿Lo juras?
– Lo juro.
– Escritores inútiles –murmuró sin mirarme.
Pensé que se marcharía de inmediato. Se quedó mirándome y me pidió que le enseñara la palma de la mano.
– Larga vida –dijo.
Y se fue.
Me quedé con la mano en el aire. Era el momento de un cigarrillo, pero había dejado de fumar. Leí un párrafo. Volví a leerlo. Qué día más raro. Y qué personajes habitaban esta ciudad de espantos.
–Solo falta que aparezca el gato con botas –me dije–. O la bella durmiente.
Entonces vi un enano. Vino directamente a mi mesa.
– ¿Has visto a mis hermanos?
– No.
–Tengo seis hermanos –dijo el enano–. Se reconocen a primera vista.
– No he visto ninguno.
– ¿Llevas mucho acá?
– Como dos horas.
– ¿Y qué lees?
– La casa de las bellas durmientes.
– ¿Tú escribiste que la bella durmiente era bizca?
– Creo que sí.
– Qué vergüenza.
Miró a todas partes y arrugó la nariz.
– Los tres mirlos, qué sitio –dijo, con fastidio–. Ni siquiera hay un mirlo que haga bulla. ¿Aquí no ponen música?
– Tampoco se levanta la voz –dije.
– Ni siquiera hay televisión. Te estás perdiendo el partido. Van dos a cero.
– Leo.
– Y qué.
No dije nada. ¿Para qué?
– ¿Sabes algo de Blancanieves?
– Muy poco.
– La tuvimos en casa. Buena persona. Nos dejó hace unos meses. Ya sabes. Encontró a su príncipe azul.
No supe qué decir.
– Te dejo leer, Arciniegas. Que tengas suerte.
¿Suerte con qué? Con la vida, supongo. Con las mujeres, con los gatos, con los libros, con todo.
El enano se fue y no quise leer más. Volví al hotel y me eché a dormir".
Triunfo Arciniegas
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