« Sólo quedaban tres personas bajo el toldo blanco y rojo del puesto de comida: Grady, el cocinero y yo. Grady y yo estábamos sentados a una mesa de madera desgastada delante de sendas hamburguesas sobre platos abollados de hojalata. El cocinero se encontraba detrás del mostrador, rascando la parrilla con el canto de la espátula. Había apagado la freidora un rato antes, pero el olor de la grasa seguía flotando en el aire.
El resto de la explanada, en la que hacía poco bullía una multitud, ahora estaba vacío salvo por un puñado de empleados y un pequeño grupo de hombres que esperaban a ser conducidos hasta la carpa del placer. Miraban nerviosamente de un lado a otro, con los sombreros bien calados y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. No quedarían decepcionados: en algún lugar detrás de la gran carpa, Barbara esperaba dispuesta a desplegar sus encantos.
No hablo mucho de aquellos días. Nunca lo he hecho. No sé por qué. Trabajé en el circo cerca de siete años y si eso no es tema de conversación, no sé qué lo será. La verdad es que sí sé por qué: nunca he confiado en mí. Me daba miedo que se me escapara. Sabía lo importante que era guardar su secreto, y eso fue lo que hice... Durante el resto de su vida y aún después. Nunca se lo he contado a nadie en setenta años.
El resto de la explanada, en la que hacía poco bullía una multitud, ahora estaba vacío salvo por un puñado de empleados y un pequeño grupo de hombres que esperaban a ser conducidos hasta la carpa del placer. Miraban nerviosamente de un lado a otro, con los sombreros bien calados y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. No quedarían decepcionados: en algún lugar detrás de la gran carpa, Barbara esperaba dispuesta a desplegar sus encantos.
Los demás lugareños, palurdos como los llamaba Tío Al, ya se habían repartido entre la tienda de las fieras y la gran carpa, que vibraba con música frenética. La banda recorría su repertorio con su habitual volumen ensordecedor. Yo conocía la rutina de memoria: en aquel preciso instante, la formación de la Gran Parada salía ya y Lottie, la trapecista, ascendía por el poste de la pista central.
Miré a Grady fijamente, intentando procesar lo que estaba diciendo. Él miró alrededor y se acercó más a mí.
—Además —dijo mirándome con intensidad a los ojos—, me da la impresión de que en este momento tienes mucho que perder —levantó las cejas para añadir énfasis a la frase. El corazón me dio un vuelco.
Una ovación atronadora estalló en la gran carpa y la banda atacó sin preámbulos el vals de Gounod. Me volví instintivamente hacia la carpa de las fieras, porque era la señal para empezar el número de la elefanta. Marlena estaría preparándose para montar a Rosie o ya sentada en su cabeza.
—Tengo que irme —dije.
—Siéntate —dijo Grady—. Come. Si estás pensando en largarte, puede que pase algún tiempo antes de que vuelvas a ver comida.
En ese momento la música paró en seco. Se oyó una alarmante colisión de metales, vientos y percusión, trombones y pícolos formaron un alboroto, la tuba soltó un pedo y el tañido hueco de unos platillos salió disparado de la carpa, voló sobre nuestras cabezas y se perdió en el olvido.
Grady se quedó paralizado, encorvado sobre su hamburguesa con los meñiques rígidos y los labios tensos. Miré a ambos lados. Nadie movía un músculo, todos los ojos estaban orientados hacia la gran carpa. Unas cuantas hebras de heno rodaban perezosas sobre la tierra pisoteada.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —pregunté.
—Shhh —me hizo callar Grady.
La banda volvió a tocar, interpretando Barras y estrellas.
—¡Dios! ¡Mierda! —Grady tiró la comida sobre la mesa y se levantó de un salto, derribando el banco.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —le grité, porque ya se alejaba de mí corriendo.
—¡La Marcha del Desastre! —aulló por encima de su hombro.
Me volví apresurado hacia el cocinero, que estaba luchando con su delantal.
—¿De qué demonios habla?
—La Marcha del Desastre —dijo mientras se arrancaba el delantal por encima de la cabeza—. Significa que algo ha salido mal... Muy mal.
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Tengo noventa años. O noventa y tres. Una de dos. Cuando tienes cinco te sabes tu edad al día. Incluso a los veinte sabes qué edad tienes. Tengo veintitrés, dices, o tal vez veintisiete. Pero luego, a los treinta, te empieza a pasar una cosa rara. Al principio no es más que un simple titubeo, un instante de duda. ¿Qué edad tienes? Ah, tengo..., empiezas a decir seguro de ti, pero te detienes. Ibas a decir treinta y tres, pero no es verdad. çtienes treinta y cinco. Y de repente empiezas a preocuparte, porque te preguntas si no será el principio del fin. Lo es, por supuesto, pero pasarán décadas antes de que lo reconozcas.
La edad es una ladrona implacable. Justo cuando empiezas a tomar el pulso a la vida te arranca la fuerza de las piernas y te encorva la espalda. Produce dolores y enturbia la cabeza y silenciosamente infesta a tu mujer de cáncer. Perderla fue como si me partieran por la mitad. Ese fue el momento en que todo acabó para mí, y no me habría gustado que ella hubiera pasado por esa situación. Ser el que sobrevive es una cagada ».
Gruen Sara