« Constantemente medito en el crepúsculo
sobre la vida que arrecia, ligera y aparente,
endeble como el ala de la mariposa,
sombra que tizna las manos, ruido de la esfera
que hace cuando se mueve, amada esquiva
a la que te confías apasionadamente
lamiéndola en el cansancio de los días.
Tu estela de ceniza inacabable
se proyecta en el néctar engañoso de un tarro de miel
que probaste enfermo en crudo invierno.
El corto recorrido de la senda
cual décima de segundo aleteante
en pos de un tránsito que no conoce
compite con la vasta inmensidad
que hace tener el gesto malogrado
se traza en el estéril y doloroso oficio
de la conformidad y de la insatisfacción de las cosas domésticas.
Desvela quién hay dentro de ti, lo que tan poco eres.
Roedor de soledad en el tránsito efímero,
inhóspita nevisca que lentamente extingue,
ciego corcel que estruja los pretéritos
y lentamente envejece en pos de un destino que no conoce,
prófugo al que traiciona
el desencanto de tu humana cárcel
donde vives confinado. Incógnita ventisca de los huesos
en el no ser que antes fue feudo heredado.
Mientras el diario existir desfallece
la veleidosa sale a recibirnos
casi sin anunciarse, en habitual visita de puntillas
al que elige, tras la fatuidad itinerante
presto a quebrarnos las vértebras como piezas de cerámica
en expolio, acude a nuestra cita
el peor enemigo y el más nublo agorero
y está a punto de dormir el corazón en su letargo
la imagen imaginada de la muerte »
Mario Ángel Marrodán
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