« Pero muy pronto algo empezó a moverse. Los primeros en reaccionar fueron los que se animaron a hablar en voz alta del terror secreto, y a exigir que los desaparecidos volvieran a aparecer, y vivos, como se los habían llevado de las casas. En primer lugar, las madres de los secuestrados. Durante todos esos años habían peregrinado de un lado a otro en busca de sus hijos y ahora cambiaban de estrategia, hacían público su reclamo, se mostraban, pedían cuentas, “manifestaban”, algo que parecía olvidado en la Argentina. Jueves a jueves, cubierta la cabeza con un pañuelo blanco, daban vueltas a la pirámide que hay en Plaza de Mayo, para exigir la atención de los asesinos. Simplemente estaban allí, no faltaban nunca, y su presencia era una terrible forma de denuncia.
Fueron muy valientes -reclamar era peligrosísimo en esos tiempos-, pero su valentía fue recompensada ampliamente: no sólo la Argentina sino en el mundo entero los pañuelos blancos de las Madres de Plaza de Mayo terminaron siendo un símbolo, la señal de que, las que estaban debajo de ellos, iban a defender fervorosamente los derechos humanos, esos derechos que todos tenemos por el solo hecho de ser personas y que nadie, ningún golpista, ningún torturador, ningún asesino, tiene derecho a quitarnos.
Hubo, además de las Madres, otras organizaciones, algunas antiguas y otras nuevas, que se hicieron oír. En especial, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (A.P.D.H), de la que formaron parte muchos de los abogados que tenían a su cargo esos famosos hábeas corpus, algunos políticos, intelectuales… Pero también el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (M.E.D.H), el Centro de Estudios Legales y Sociales (C.E.L.S), el Servicio Paz y Justicia, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, y otras dos organizaciones que, como las de Madres de Plaza de Mayo, estaban vinculadas con la desaparición de personas: Familiares de Detenidos-Desaparecidos y Abuelas de Plaza de Mayo, que reclamaban y siguen reclamando especialmente por la restitución de los niños nacidos en los campos de detención y tortura.
Por ese entonces ya se comenzaba a hablar en todo el mundo del terror argentino. En Francia hubo varias marchas por los desaparecidos. Y para colmo, en 1980, la Academia Sueca le dio el Premio Nobel de la Paz a Adolfo Pérez Esquivel, un argentino cristiano miembro del Servicio Paz y Justicia y defensor de los derechos humanos.
Todo eso perjudicaba mucho al gobierno, que contraatacaba diciendo que eran puras mentiras y “propaganda antiargentina”. ¿Cómo se atrevían esos extranjeros a criticarnos, a pedirnos cuentas? Incluso mandó imprimir unos cartelitos que decían “los argentinos somos derechos y humanos”. Les parecía un buen chiste, y muchos se sintieron “patriotas” pegándolos en las vidrieras y los parabrisas de sus autos, como quien pega los colores del club.
De manera que se podía decir que, hacia 1981, cinco años después del golpe, los golpistas ya no estaban pasando por sus mejores momentos. Los defensores de los derechos humanos los acosaban implacablemente. El mundo comenzaba a mirarlos con sospecha. Muchos de los empresarios que los habían apoyado en los primeros años, o que al menos los habían dejado hacer a su antojo, estaban atravesando tiempos difíciles y comenzaban a pasarse al bando de los cuestionadores » .
Graciela Montes
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