lunes, noviembre 28

Necrópolis

 « Es domingo por la tarde y la cinta de asfalto que, pulida y sinuosa, sube cada vez más arriba de las montañas, no es tan solitaria como me hubiera gustado. Algunos coches me adelantan, otros vuelven a Schirmek, en el valle, de manera que el tráfico de turistas rompe mi recogimiento, banalizando lo que había esperado encontrar. Sé que también yo con mi vehículo formo parte de esta procesión motorizada, pero aun así pienso que, por mi antigua vinculación con este lugar, si hubiese llegado solo, mi presencia no habría cambiado la imagen onírica que ha permanecido, intacta, en la sombra de mi conciencia desde el final de la guerra.

Noto que dentro de mí ha despertado una especie de rebelión incomprensible, una rebelión contra el hecho de que este lugar montañoso que forma parte de nuestro mundo interior ahora esté abierto y desnudo. Y a esta rebelión se unen también los celos: no sólo porque los ojos ajenos de los turistas se paseen por el ambiente que fue testigo de nuestra anónima cautividad, sino también porque sus miradas (y de eso estoy completamente seguro) nunca podrán penetrar en el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la dignidad humana y en la libertad de nuestras decisiones personales.

Pero, a la vez, desde no se sabe dónde, inevitable, casi inoportuna, se introduce la satisfacción de que los montes de los Vosgos ya no son un lugar escondido de aniquilación retirada que se consume dentro de sí mismo, sino que a él se dirigen los pasos de una numerosa multitud predispuesta emocionalmente a intuir lo singular del inconcebible destino de sus hijos perdidos, aun cuando no es lo suficientemente madura para podérselo imaginar.

Es cierto que la subida a este remoto lugar de montaña recuerda al afán peregrino hacia las faldas escarpadas de los montes sagrados. Pero esta romería nada tiene que ver con aquella veneración contra la que luchaba con tanto empeño Primož, quien deseaba que el hombre esloveno despertase a una fe interior, en vez de dispersarse en una ritualidad superficial y multitudinaria. Aquí, la gente de todos los países europeos se une en las terrazas de las altas montañas donde la maldad del hombre triunfaba sobre el dolor humano, casi imprimiéndole al exterminio el sello de eternidad. Pero los peregrinos modernos no han venido en busca de una milagrosa sublimación de sus deseos, sino que han subido aquí para pisar un suelo verdaderamente sagrado, y para rendir homenaje a las cenizas de personas iguales a ellos, que con su presencia muda erigen en la conciencia de los pueblos un hito inamovible de la historia humana ».
 
 Boris Pahor