lunes, noviembre 28

Un poco de Vampiros

« Seductores que más que alimentarse de sangre humana lo hacen del miedo [...] »

« "Cae la noche. A lo lejos, entre las sombras crepusculares de árboles sin hojas, una silueta inquietante es descubierta, un instante tan sólo, por la blancura sólida del relámpago. Los caballos de nuestro carruaje relinchan, se encabritan, huyen despavoridos. A través de la ventanilla, el tenebroso paisaje corre veloz, pero percibimos la proximidad de esa sombra, junto con un hedor a almizcle. Afiladas garras etéreas se apoderan entonces de nuestro cuello y nos impiden respirar. El terror se transmuta en una voluptuosa somnolencia. Entregados ahora a ella, no la cambiaríamos por nada. ¿Acaso es esto la muerte?"


Es, de hecho, el cliché que hemos leído hasta el cansancio de lo que ocurre cuando un vampiro, es decir, un muerto que se alimenta de la sangre de los vivos, aparece. ¿Y a quién debemos está curiosa historia? A dos ejemplares literariamente infames: el primero de ellos se llama simplemente El vampiro, y fue escrito aproximadamente en 1819 por un joven impresionable y no muy avispado de origen italiano: John William Polidori (1796-1821). En su corta vida, no le dio tiempo más que para graduarse de médico en la Universidad de Edimburgo y fungir como secretario de Lord Byron, quien lo atormentaba haciéndole blanco de burlas y sarcasmos. Polidori se vengó de Byron, sin embargo, de un modo contundente: lo utilizó de modelo para dar vida a Lord Ruthven, el protagonista de su cuento, y el primer vampiro seductor, distinguido y elegante de la literatura. Por una confusión editorial, la primera vez que se publicó El vampiro, apareció en la revista New Monthly firmado por Lord Byron, y esto aseguró su popularidad.


Pero los vampiros, como ocurre siempre, no fueron inventados por un hombre. No fueron ni Polidori ni Rymer ni Stoker los creadores de un caballero galante y seductor que se alimenta de sangre humana. Los vampiros, los monstruos que viven en la muerte, provienen del miedo, y han estado ahí desde el momento en que un hombre abrió los ojos en mitad de la noche y no se atrevió a cerrarlos de nuevo.

Una vez que el vampiro te toca, no es posible luchar contra el impulso de seguirlo, aun con plena conciencia de extraviarse en los meandros del infierno. Esto, que es experimentado por quienes han sido conducidos en sueños por la sensualidad de Carmilla, Clarimonda o Cristina (la bella gitana de “Porque la sangre es vida” del italoamericano Francis Marion Crawford, 1854-1909) es completamente cierto en términos biológicos. El murciélago, ese infeliz y feo animal que come frutas e insectos, tiene un primo que efectivamente bebe sangre. Lo hace por las noches y siempre busca a la misma víctima, que por lo regular es una vaca o un caballo. Hace un corte en una vena que su baba adormece y evita que cicatrice, y pasa la noche lengüeteando la sangre que de ahí brota. Tal como se describe en “Bebe mi sangre”, el cuento del guionista neoyorquino Richard Matheson (1926), en el que un niño que sueña ser vampiro acaba robando un murciélago del zoológico y se hace un corte en la garganta para que el animal beba de ahí. Aunque al principio, el bicho, asustado, no quiere hacerlo, una vez que prueba el líquido vital, no puede dejar de abalanzarse sobre el muchacho con fruición, a pesar de que el otro se siente desfallecer. En la imagen final, Matheson da un giro genial a su cuento, que lo inserta en ese territorio onírico en el que las bellas e irresistibles vampiras antes descritas se desenvuelven, y en el que habría que incluir “La habitación de la torre” (1912), de Edward Frederick Benson, en el que un sueño recurrente, que envejece, se vuelve cierto. Matheson, guionista de La dimensión desconocida y autor de la novela llevada al cine Soy leyenda, publicó en 1956 una obra clásica,El hombre menguante, que Pedro Almodóvar incluye en la escena central de su película Hable con ella.

Hasta aquí, la víctima es consciente de lo que pasa, y no puede contener su propio impulso, pero en el caso de piezas como “El conde Magnus”, de M.R. James (1862-1936), la favorita de Lovecraft por “invocar suavemente el horror a partir de la prosaica vida diaria”, la presencia del Mal pasa desapercibida a los ojos del protagonista, quien, a diferencia del lector, no se da cuenta de algo, hasta el final.

Hay que recordar las palabras de Edgar Allan Poe: “El horror no procede de Alemania, sino del alma”, y es esa, tal vez, y no la que apunta el conde Siruela, la única justificación de que en una antología de esta naturaleza sea incluida la breve obra maestra de “Berenice”, el cuento de Poe en el que el protagonista, enfermo de los nervios, profana la tumba de su esposa, que también es su prima, y que, por no sé que artes de la catalepsia, continúa con vida, para arrancarle los dientes, que son el objeto de su obsesión más profunda.

Tampoco veo otra razón que la calidad del relato, para que sea incluido aquí “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga, ya que un insecto chupasangre, aun cuando sea de tamaño descomunal, no puede compararse, ni remotamente, con una pasión que traspasa los límites de la muerte. Decía Charles Baudelaire: “La voluptuosidad única y suprema del amor es la certeza de hacer el Mal”. Y eso y no otra cosa es el vampiro.

Mientras se lee “Páginas…” de esta muchacha inglesa, impetuosa y perturbadora mente inconsciente que narra el cuento de Robert Aickman (1914-1981), puede pensarse en lo que ocurre cuando se desencadena en el propio cuerpo una droga, y el mundo exterior comienza a volverse cada vez más pequeño en contraste con el crecimiento desorbitado del interior, y la claridad y tenacidad con que las imágenes y deseos de nuestra mente se hacen reales y contundentes. ¿Cómo se siente convertirse en vampiro? Es una debilidad, diría tal vez esta chica excitada a punto de reventar, ante los ojos ajenos, que se inclina hacia el poder absoluto. “Dudo que vuelva a escribir. No creo que tenga algo más qué decir...”, reza la última línea de su diario ».