« La otra noche iba hacia casa cuando me encontré un montón de libros abandonados junto a un contenedor de basura. Me acerqué a curiosear y descubrí que estaban mis títulos favoritos. ¡Cualquiera de ellos podía formar parte de mi biblioteca! [...] »
Alguien que posee esos libros no los abandona así como así. Estaba claro que eran robados y por cualquier extraño motivo el ladrón había decidido deshacerse del botín. También se me pasó por la cabeza la posibilidad de que el dueño de aquellos libros hubiera muerto y los herederos no tuvieran la menor idea de literatura. El caso es que me encontraba allí, delante de más de cien fabulosos libros. La ansiedad por rescatarlos y llevarlos a casa me impedía reflexionar tranquilamente.
Me había olvidado el móvil y por lo tanto no podía llamar a alguien para que me ayudara a realizar el traslado. Pensé en hacer varios viajes, pero corría el riesgo de que alguien los descubriera mientras hacia alguno de los portes. Entonces se me ocurrió ordenarlos como si estuviera en mi propia casa. Los fui amontonando por género y autor. Estaba enfrascado en la tarea cuando me llevé una enorme sorpresa al encontrarme con varios de mis libros. Me invadió una mezcla de alegría y decepción. Me consoló el hecho de que también habían abandonado a Conrad y Melville. Los transeúntes me miraban de soslayo y tuve la sensación de que alguno lo hacía con envidia. Cuando terminé de ordenarlos, me senté en la acera a pensar en una solución. Se me ocurrió parar un taxi, aunque estaba a cincuenta metros de mi casa y el taxista me tomaría por loco. No importaba. Le contaría la verdad. Le diría que era un bibliófilo y que me había encontrado con un tesoro que no podía despreciar. No importaba que ya tuviera todos los títulos.
En ese instante, reflexioné más detenidamente. ¿Para que quería tener tantos libros repetidos? Estaba bien que me llevara las novelas que yo había escrito para después regalarlas, pero era absurdo cargar con el resto de ejemplares. No fue fácil tomar la decisión de llevarme sólo mis novelas, pero lo hice. Estaba deseando llegar a casa para telefonear a mis amigos y decirles que acudieran inmediatamente a recoger los libros restantes. Yo mismo los custodiaría hasta que ellos llegaran. Pero al subir en el ascensor, me invadió una terrible duda que hasta ese instante no me había planteado. ¿Y si un ladrón había entrado en casa mientras yo estaba fuera? ¿Cómo iba a tener alguien exactamente las mismas ediciones que yo poseía desde hacía tantos años? Además, ¿no era demasiada casualidad que ahí estuvieran todas las novelas que yo había publicado? ¿Cómo no se me había ocurrido mirar si tenían puesto el nombre del dueño? No esperé a llegar a casa para comprobarlo. Pulsé el botón de stop del ascensor y volví a bajar. Salí a la calle y me dirigí al contenedor con la terrible inquietud de no encontrarlos ».
Garriga Vela
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