«YAGO
Señor, la honra en el hombre o la mujer
es la joya más preciada de su alma.
Quien me roba la bolsa, me roba metal;
es algo y no es nada; fue mío y es suyo,
y ha sido esclavo de miles.
Mas, quien me quita la honra, me roba
lo que no le hace rico y a mí me empobrece.
OTELO
¡Vive Dios, dime lo que piensas!
YAGO
No podría, ni con mi alma en vuestra mano,
ni querré, mientras yo la gobierne.
OTELO
¿Qué?
YAGO
Señor, cuidado con los celos.
Son un monstruo de ojos verdes que se burla
del pan que le alimenta. Feliz el cornudo
que, sabiéndose engañado, no quiere a su ofensora;
mas, ¡qué horas de angustia le aguardan
al que duda y adora, idolatra y recela!
OTELO
¡Qué tortura!
YAGO
El pobre contento es rico y bien rico;
quien nada en riquezas y tema perderlas
es más pobre que el invierno.
¡Dios bendito, a todos los míos
guarda de los celos!
OTELO
¿Por qué, por qué dices eso?
¿Tú crees que viviría una vida de celos,
cediendo cada vez a la sospecha
con las fases de la luna? No. Estar en la duda
es tomar la decisión. Que me vuelva
macho cabrío si mi espíritu se entrega
a conjeturas tan extrañas y abultadas
como tus alegaciones. Para darme celos
no basta con decir que mi esposa es bella,
sociable, sabe comer y conversar, canta,
tañe y baila: estas prendas le añaden virtud.
Y mi propia indignidad no me causa
la menor duda o recelo de su fidelidad,
pues tenía ojos y me eligió. No, Yago;
quiero ver antes de dudar. Si dudo, pruebas;
y con pruebas no hay más que una solución:
¡Adiós al amor o a los celos!»
William Shakespeare
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