« Una buganvilia y diez cipreses junto a las paredes del jardín, un árbol de granada y un rosal, espectadores recurrentes de los monólogos del viejo. Su escepticismo y su dureza lo hacían alguien difícil de escuchar, pero sus historias eran tan interesantes como lo argentino de su pelo. Él no se creía nada que tuviera el mínimo esbozo de fantasía, en cambio ella, se creería cada cuento y cada historia, y ahora es la misma cosa, si cuando mira la luna sigue imaginándose un conejo, el espejismo en un cristal platinado.
Quienes lo frecuentaban habrían escuchado cada una de sus memorias en numerosas ocasiones, las idas y las venidas, los viajes cortos y las largas odiseas, el nombre de cada una de sus amantes, que para él nunca fueron amantes. Habrá que decir que siempre odió la palabra amante, cuando se utiliza con esa seducción de insulto cosificante, cuando envuelve al destinatario en un acto despectivo y le resta valor a su humanidad, la simple expresión vuelve al amante un juguete sexual. En cambio, era de muy agradable parecer cuando la escuchaba en uso desde su primitiva, amantes son los que se aman, no los que se follan. Desde siempre ha gustado de ver a los amantes felices, frenéticos y efusivos, ensanchando los arboles amorosamente en las alamedas, jugando en los parques, avenidas y a la orilla de los ríos.
Para aquel hombre todo venía del instinto, lloraba sin saber de llanto y gritaba sin saber de gritos. Cuando era muy pequeño se había tirado al río sin tomar en cuenta que el agua no era como la tierra, él la imaginaba como a la gelatina. El viejo era un libro perdido que nadie habría de tomarse la molestia de leer, y por ese desinterés, se esmeraría en llevar registro de sus vivencias. Cuando era joven, un post-adolescente presto por conocer el mundo, ya había caído en cuenta de llevar nota de todo, siempre ha sido un tanto obsesivo con esas cosas que atañen al orden de otras cosas.
A ella no le agradaba para nada que los hombres pelearan, ellos boxeaban y ella jugaba ondeando su collar de perlas entre los dedos de su mano izquierda. Parecen animales, decía, al viejo le gustaba apostar. Ella sería la historia más querida de aquel libro vetusto, el único secreto que en sus páginas guardó. Al viejo, cuando joven, le gustaba contar historias de miedo, por el simple y obstinado afán de provocar temores nuevos a la dama, se carcajeaba del modo en que ella temblaba, ‘se me hace la piel de gallina’, decía ella.
‘¿Porqué te asustan las calaveras?, si tienes una dentro del cuerpo’, era lo que el viejo siempre objetaba. A ella le gustaban mucho los espejos, pensaba que en el espejo había dos mundos encerrados, ese mundo grande, loco, indescifrable, el de las luces que se expanden, y el otro mundo, al que todos ponen atención, el mundo duplicado que se encierra entre los límites de su marco, el que refleja, después se ha dado cuenta de que han sido muchos más de los que hubiera imaginado, lo supo al encontrar espejos llenos de concavidades y oquedades, y más aún cuando sucedió que había encontrado algunos otros de enormes protuberancias, temió que su espejo fuera una puerta destellante hacia otra dimensión, pero ha temido más que sus espejos fueran solo espejos.
Cuando ella se peinaba, siempre prendía una vela, fuera de noche, de tarde o de día, cantaba la misma estrofa por diecisiete veces, siempre la misma canción, nunca contaba sus estrofas claro, y es posible que jamás se hubiera dado cuenta, y aunado a todo esto, el hecho no se sabría a no ser por la curiosidad del hijo más pequeño de su nieto, a quien a diario le gustaba sentarse muy cerca de ella y oírla cantar, siempre eran las mismas estrofas, pues siempre era el mismo peinado, dijo una sola vez el pequeño al ver a su abuela más querida dormir en el ataúd un par de años después de haber sido espectador de su última canción. La abuela había cantado su canción entera a lo largo del día antes de caer enferma una madrugada.
Cuando el gallo cantaba, el viejo reclamaba, bufaba y bufaba su ira contra el pícaro plumífero, era el único gallo en el pueblo al que le gustaba cantar de noche, esperaba las horas altas, cuando hasta a los grillos les daba por dormir, y entonces, el concierto empezaba abriendo el telón desde el fondo de su alma de ave virtuosa, su premio, el cielo, ya que sería cocinado al mes de su primer recital. Y si la noche perdió a su cantor, a la dama le salieron sendas lagrimas, una por cada ojo en esa madrugada, ‘extraño al pequeño rufián’, diría por una sola vez entre dormida y con la voz despierta, ese sería el inicio de sus canciones, y duraría su voz encendida por un lapso tan extenso como el resto de sus años, nueve décadas de una voz melódica y bien agradecida por la estirpe de la familia. Acaso habría de componer sus propias canciones al agotar el repertorio que la precaria y diminuta radio con el tiempo le obsequió, iba tejiendo sus palabras en un manta hilada de melodías, ella las aprendía y las repetía pero jamás las escribía.
Al viejo le encantaba la voz de su viejita, por eso al cerrarle sus ojos en un cálido medio día, los suyos se mojaron con el peso del silencio, aborreció tanto aquel profundo silencio, que por ciento cincuenta meses habría vuelto de la atmósfera sobre sus hombros una carga onerosa y tan difícil de llevar. Y ahora, después de un largo tiempo, la hija de la hija de su hija había nacido, y su llanto se hizo voz, y en la calidez de aquella pequeña vocecilla, había heredado la majestuosa dote de la bisabuela, y la niña a sus cuatro años había llegado a ser el tesoro más preciado del viejo. Todas las tardes, después del colegio, llegaba la niña a saludar al viejo, le ofrecía de sus paletas y le obsequiaba los dibujos que habían cobrado forma en los ratos libres en su escuela, al viejo le daba nueva vida, pero lo que realmente conmovía a aquel centenario corazón, eran las canciones de la niña, burdas, sin ritmo y sin final. Para el abuelo, el canto de la niña había superado hasta el sonido de los ruiseñores, y al abuelo le gustaba el canto de los pájaros mucho más que cualquier orquesta, por eso plantaba árboles, y en sus vuelos entendía la libertad que el cielo cobija, sabía que su canto era un don que todos merecían, y por eso buscaba la manera de atraerlos, quizás alguna ocasión se supo ave, en sus sueños y en las alas de su espíritu. Para él, el ave más preciada era su niña, una pequeña dama que lo acompañaría por un periodo tremendamente corto.
Cuando la niña cayó en el río, el cauce de sus aguas osó retar al tiempo, era el primer invierno que sus aguas congeló. El invierno más severo y duradero en la historia de esas aguas. La niña yacía dormida, en una pose fastuosa que asemejaba un baile, cuando el viejo la vio, la hija de su hija y madre de la niña no dudó un momento en preguntar, ‘¿porqué no lloras papá?, se fue tu compañera’, el viejo, después de mirar al cielo por última vez en su vida, dijo, ‘ella no se ha ido, su voz le ganó al silencio ».
León Coronado
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