jueves, julio 31
miércoles, julio 30
martes, julio 29
lunes, julio 28
domingo, julio 27
sábado, julio 26
viernes, julio 25
jueves, julio 24
miércoles, julio 23
martes, julio 22
lunes, julio 21
domingo, julio 20
sábado, julio 19
viernes, julio 18
jueves, julio 17
miércoles, julio 16
martes, julio 15
lunes, julio 14
domingo, julio 13
sábado, julio 12
viernes, julio 11
jueves, julio 10
miércoles, julio 9
martes, julio 8
lunes, julio 7
domingo, julio 6
Jardines
« Una buganvilia y diez cipreses junto a las paredes del jardín, un árbol de granada y un rosal, espectadores recurrentes de los monólogos del viejo. Su escepticismo y su dureza lo hacían alguien difícil de escuchar, pero sus historias eran tan interesantes como lo argentino de su pelo. Él no se creía nada que tuviera el mínimo esbozo de fantasía, en cambio ella, se creería cada cuento y cada historia, y ahora es la misma cosa, si cuando mira la luna sigue imaginándose un conejo, el espejismo en un cristal platinado.
Quienes lo frecuentaban habrían escuchado cada una de sus memorias en numerosas ocasiones, las idas y las venidas, los viajes cortos y las largas odiseas, el nombre de cada una de sus amantes, que para él nunca fueron amantes. Habrá que decir que siempre odió la palabra amante, cuando se utiliza con esa seducción de insulto cosificante, cuando envuelve al destinatario en un acto despectivo y le resta valor a su humanidad, la simple expresión vuelve al amante un juguete sexual. En cambio, era de muy agradable parecer cuando la escuchaba en uso desde su primitiva, amantes son los que se aman, no los que se follan. Desde siempre ha gustado de ver a los amantes felices, frenéticos y efusivos, ensanchando los arboles amorosamente en las alamedas, jugando en los parques, avenidas y a la orilla de los ríos.
Para aquel hombre todo venía del instinto, lloraba sin saber de llanto y gritaba sin saber de gritos. Cuando era muy pequeño se había tirado al río sin tomar en cuenta que el agua no era como la tierra, él la imaginaba como a la gelatina. El viejo era un libro perdido que nadie habría de tomarse la molestia de leer, y por ese desinterés, se esmeraría en llevar registro de sus vivencias. Cuando era joven, un post-adolescente presto por conocer el mundo, ya había caído en cuenta de llevar nota de todo, siempre ha sido un tanto obsesivo con esas cosas que atañen al orden de otras cosas.
A ella no le agradaba para nada que los hombres pelearan, ellos boxeaban y ella jugaba ondeando su collar de perlas entre los dedos de su mano izquierda. Parecen animales, decía, al viejo le gustaba apostar. Ella sería la historia más querida de aquel libro vetusto, el único secreto que en sus páginas guardó. Al viejo, cuando joven, le gustaba contar historias de miedo, por el simple y obstinado afán de provocar temores nuevos a la dama, se carcajeaba del modo en que ella temblaba, ‘se me hace la piel de gallina’, decía ella.
‘¿Porqué te asustan las calaveras?, si tienes una dentro del cuerpo’, era lo que el viejo siempre objetaba. A ella le gustaban mucho los espejos, pensaba que en el espejo había dos mundos encerrados, ese mundo grande, loco, indescifrable, el de las luces que se expanden, y el otro mundo, al que todos ponen atención, el mundo duplicado que se encierra entre los límites de su marco, el que refleja, después se ha dado cuenta de que han sido muchos más de los que hubiera imaginado, lo supo al encontrar espejos llenos de concavidades y oquedades, y más aún cuando sucedió que había encontrado algunos otros de enormes protuberancias, temió que su espejo fuera una puerta destellante hacia otra dimensión, pero ha temido más que sus espejos fueran solo espejos.
Cuando ella se peinaba, siempre prendía una vela, fuera de noche, de tarde o de día, cantaba la misma estrofa por diecisiete veces, siempre la misma canción, nunca contaba sus estrofas claro, y es posible que jamás se hubiera dado cuenta, y aunado a todo esto, el hecho no se sabría a no ser por la curiosidad del hijo más pequeño de su nieto, a quien a diario le gustaba sentarse muy cerca de ella y oírla cantar, siempre eran las mismas estrofas, pues siempre era el mismo peinado, dijo una sola vez el pequeño al ver a su abuela más querida dormir en el ataúd un par de años después de haber sido espectador de su última canción. La abuela había cantado su canción entera a lo largo del día antes de caer enferma una madrugada.
Cuando el gallo cantaba, el viejo reclamaba, bufaba y bufaba su ira contra el pícaro plumífero, era el único gallo en el pueblo al que le gustaba cantar de noche, esperaba las horas altas, cuando hasta a los grillos les daba por dormir, y entonces, el concierto empezaba abriendo el telón desde el fondo de su alma de ave virtuosa, su premio, el cielo, ya que sería cocinado al mes de su primer recital. Y si la noche perdió a su cantor, a la dama le salieron sendas lagrimas, una por cada ojo en esa madrugada, ‘extraño al pequeño rufián’, diría por una sola vez entre dormida y con la voz despierta, ese sería el inicio de sus canciones, y duraría su voz encendida por un lapso tan extenso como el resto de sus años, nueve décadas de una voz melódica y bien agradecida por la estirpe de la familia. Acaso habría de componer sus propias canciones al agotar el repertorio que la precaria y diminuta radio con el tiempo le obsequió, iba tejiendo sus palabras en un manta hilada de melodías, ella las aprendía y las repetía pero jamás las escribía.
Al viejo le encantaba la voz de su viejita, por eso al cerrarle sus ojos en un cálido medio día, los suyos se mojaron con el peso del silencio, aborreció tanto aquel profundo silencio, que por ciento cincuenta meses habría vuelto de la atmósfera sobre sus hombros una carga onerosa y tan difícil de llevar. Y ahora, después de un largo tiempo, la hija de la hija de su hija había nacido, y su llanto se hizo voz, y en la calidez de aquella pequeña vocecilla, había heredado la majestuosa dote de la bisabuela, y la niña a sus cuatro años había llegado a ser el tesoro más preciado del viejo. Todas las tardes, después del colegio, llegaba la niña a saludar al viejo, le ofrecía de sus paletas y le obsequiaba los dibujos que habían cobrado forma en los ratos libres en su escuela, al viejo le daba nueva vida, pero lo que realmente conmovía a aquel centenario corazón, eran las canciones de la niña, burdas, sin ritmo y sin final. Para el abuelo, el canto de la niña había superado hasta el sonido de los ruiseñores, y al abuelo le gustaba el canto de los pájaros mucho más que cualquier orquesta, por eso plantaba árboles, y en sus vuelos entendía la libertad que el cielo cobija, sabía que su canto era un don que todos merecían, y por eso buscaba la manera de atraerlos, quizás alguna ocasión se supo ave, en sus sueños y en las alas de su espíritu. Para él, el ave más preciada era su niña, una pequeña dama que lo acompañaría por un periodo tremendamente corto.
Cuando la niña cayó en el río, el cauce de sus aguas osó retar al tiempo, era el primer invierno que sus aguas congeló. El invierno más severo y duradero en la historia de esas aguas. La niña yacía dormida, en una pose fastuosa que asemejaba un baile, cuando el viejo la vio, la hija de su hija y madre de la niña no dudó un momento en preguntar, ‘¿porqué no lloras papá?, se fue tu compañera’, el viejo, después de mirar al cielo por última vez en su vida, dijo, ‘ella no se ha ido, su voz le ganó al silencio ».
León Coronado
sábado, julio 5
La biblioteca del anuncio extraño. Capítulo I
« Algunas noches todavía me pregunto sobre esa cuestión que a lo largo de los años me ha provocado tantos desvelos y angustias. Vuelvo por los escondrijos y oscuros pasillos de mi memoria intentando dar respuesta a esa pregunta imposible que inútilmente pretende saber si son los tiempos difíciles los que nos hacen a nosotros, o si en cambio nosotros, somos los que en tiempos peligrosos logramos ser todo lo que había esperando en nuestros destinos.
Dicen que un hombre sólo puede medir la altura real de su espíritu cuando se halla frente a un abismo. Y ciertamente, los tiempos de mi historia eran esos. Un abismo a cada paso, el terror en cada vuelta de esquina, aguardando.
Sé muy bien que el amable lector tomará todo esto como una historia más, de hecho, cuento con ello. Cuento con que como tantas otras veces, cuando acierte el punto final a mi relato, se lo catalogue mal, como algo fantástico, como algo imposible y que termine en el anaquel que no merece, el que cuenta la historia verdadera pero con el tamiz del descreimiento que echa sombras a las verdades de la humanidad. Pues nuestra Sociedad debe permanecer en secreto. Así es que cuando un incauto pregunte: “¿has oído algo de ese Club que…?”, busco que jamás obtenga como respuesta algo diferente a un: “He leído el libro, sí…, pero no pasa de una farsa, no encubre más que una imaginación afiebrada y una mala forma de atar pobres ideas”.
Lo escribo para que sea una mentira.
Haré todo lo posible para que estas líneas permanezcan siempre entre las páginas de ficciones, en los ensueños que nadie se atreve a creer, y para que así sea comienzo por jurar que cada punto y palabra de lo que relataré es absolutamente cierto aún a costa de todas sus apariencias fantásticas, y que el hecho de que haya alterado y trocado los nombres reales de los personajes reales de este testimonio, por otros ficticios de personajes ficticios, sólo tiene como fin que los tomes por estos. Y que ni atines a creer que esconden a personas de carne y hueso, que aún así están ahí, resistiendo escondidos a la vista de todos.
Siempre he padecido de una memoria excelente, tal que pocas veces me permite los descansos del olvido. Así es que el hecho de que no recuerde por qué llegué a esa ciudad y a esa biblioteca debo juzgarlo como un olvido voluntario, como un traspié conciente de mi mente, que sus razones tendrá. Lo cierto es que tras mucho buscar y ya con pocos pesos acompañándome en los bolsillos, llegué al barrio de San Telmo, en Buenos Aires. El año no es importante, ni tampoco las marcas del almanaque, pero recuerdo que había llegado en tren desde el interior de la provincia varias semanas atrás, y había dormitando en la esquina que lo permitiera cuando se me había terminado el dinero para las habitaciones, aún para las que no merecían tal mote. El frío de esos días era cruel, ese recuerdo todavía mantiene sus dientes en mi carne, y como diera a entender, un azar que no pretendo juzgar me había llevado a encontrar ese trozo de periódico de domingo, donde se solicitaba un asistente de bibliotecario en la calle cuya cita exacta no viene al caso. Las pretensiones me parecieron extravagantes desde un principio, “Joven, de buen corazón, ojos lectores y boca cerrada”. La juventud es un término relativo y pensaba que podría tener suerte; la cuestión cardíaca, pues bien, de niño he tenido un leve soplo, pero no más que eso, y en cuanto a las otras ridiculeces, bien sabía yo que si mis ojos leían algunos billetes para llenarme el estómago, con toda gratitud podría mantener la boca cerrada al masticar. Entonces allí estaba esa mañana, frente al umbral de la biblioteca y soportando una llovizna triste y fría antes de tocar a la puerta.
Nada. Ningún paso se escuchó en el interior. Era temprano pues mi digestión pocas veces respetó relojes, pero no en demasía. Incluso ya se veía algunas luces tenues, titilando al otro lado de las ventanas; me asomé a la más cercana y vi una sombra recorriendo los pisos y arrastrando una anciana tras ella. Volví a llamar, molesto por tener que insistir y antes de mi tercer toque la puerta se abrió, ante lo cual tuve que refrenar mi puño antes de derribar a la mujer.
- La biblioteca está cerrada hasta dentro de una hora, joven – la anciana no pareció asustarse por la accidental cercanía de mi mano detenida a un palmo de su mano, algo que juzgué de buen augurio, tanto como que hubiera aceptado tan pronto en mí el primero de los requisitos de la lista.
-¿Es usted la encargada, señora? – tuve que aceptar como un sí su mutismo - Oh, perdone, mi nombre es J. P., he venido por el aviso y quisiera…
- Lo siento, busco a una persona que sepa leer.
- Pero señora, sé leer muy bien, de hecho llegué aquí porque leí el anuncio y creo que podría…
-Necesito a alguien que pueda entender lo que lee – fue la tajante respuesta.
En ese frustrante momento, algo me impulsó a repasar el anuncio que había recortado de la página y antes de encontrar eso que juro antes no estaba allí, reparé en mi apariencia. Había pasado la noche en un banco de plaza, mis manos estaban sucias y mis ropas seguramente no tendrían el mejor aspecto. Apostaría a que mi rostro no valía mejor presentación que mis zapatos maltrechos. Me sentí humillado y cuando encontré que el anuncio claramente exigía que el candidato se presentara pasado el mediodía me sentí también confundido y avergonzado. Mi estómago nuevamente, gruñía, y entendí por qué me había anticipado tanto y cómo había sido posible que no hubiese visto el detalle del horario.
-Perdone usted, señora, tenga buen día – dije levantando un palmo mi sobrero y reteniendo mis lágrimas de vergüenza por el estado de desesperación al que sin notarlo había llegado.
La puerta volvió a cerrarse de súbito, tan cerca de mi nariz como lo había estado mi mano de esa nariz aguileña de la anciana, pero antes llegué a observar un extraño destello de satisfacción en sus ojos grises y una vitalidad que por un instante transfiguró sus cabellos apagados y su pequeña silueta. En otras circunstancias y en otra persona hubiera dicho que se trataba de la manifestación de alguien noble, que ha realizado un hallazgo maravilloso, pero ante los hechos, sabía que era el resultado de un corazón más frío que el cielo que esa noche volvería a cobijarme.
Giré mis talones y pasé el umbral. Mis ojos volvieron a la ventana y allí estaba, observándome marchar, sin ningún tipo de expresión ni piedad.
Antes de cruzar la primera esquina encontré un libro.
Estaba a mitad de la calle, abandonado, así que lo tomé salvándolo de uno de los carros que se aproximaba. El lugar estaba prácticamente desierto y no había nadie que hubiese tomado alguna dirección por la cual pudiera presumir que el libro le pertenecía. Sin embargo, por el estado de la tapa y lo poco mojado que se hallaba a pesar de la persistente llovizna, no podía llevar allí más que unos pocos minutos. Era pesado, de recuadros dorados sobre la tapa roja, lo abrí y descubrí una cantidad de grabados que hablaba de su excelente calidad y del buen precio que podría tener en el mercado. Con un poco de suerte obtendría un par de noches bajo techo y las comidas decentes de dos días también. Repasé distraídamente sus páginas ya saboreando mi almuerzo y la ironía de que se me cerrasen las puertas de la biblioteca y luego se me abrieran las de un bar por un elemento tan fuera de lugar, cuando llegué a la primera hoja donde encontré un sello simple y que encerraba una gran “C” entre algunos fileteados. Justo como el que había visto en el umbral de la anciana. Las tripas volvieron a retorcerse y ahora sumaban la rabia al hambre. Y de nuevo tuve que secar mis ojos para poder leer el título: “El Club de los Libros Perdidos”, como un insulto hecho justamente para mí, que aún maldiciendo, no podía dejar que se perdiera, y colmo de las humorismos sin gracia, me vi volviendo mis pasos hasta la puerta de la anciana, relegando mi hambre y frío a una obra que ni siquiera sabía si lo valía.
Volví a llamar a su puerta y volvió a hacerme esperar.
-Usted – fue la lúcida observación que hizo al verme otra vez.
-Encontré esto – le dije y espeté con todo el tono sarcástico que mi maltrecho orgullo me permitió -, las mejores bibliotecas que he conocido, usan los anaqueles tradicionales.
Su mirada reflejó un profundo odio y a la vez una satisfacción que se me antojó enfermiza, pero no dijo nada. Me volví, sintiendo que había recuperado a cierta porción de mi amor propio, y estaba llegando a la calle cuando me llamó.
- Joven, venga aquí.
Nuevamente anduve esos pasos hasta su lado, teniendo la vaga idea de que quizás ese paseo se repetiría todo el día.
-Lamento mi anterior bienvenida. Los libros tienen cada vez menos amigos en estos días, y no ha de confiarse en cualquiera que toque a la puerta, entenderá –asentí sin ánimo -. Pero pase usted, le prepararé un té y unas galletas, mientras hablamos de sus aptitudes. Estos tiempos son peligrosos para los libros y pronto las calles lo serán para nosotros también…
Hizo un gesto, que por primera vez guardaba un atisbo de afabilidad, y entré.
- Mi nombre es Señora Ágata – dijo mientras me sentaba obedeciendo a una seña suya, y empecé a sentir el dolor de la sangre que volvía a circular por mi cuerpo, adaptándose al calor de la biblioteca -, y cumplo uno de los más maravillosos oficios en el mundo, un mundo que no merecería tal nombre si no existiesen las bibliotecas – asentí, yo podía aceptar eso, y ella agregó apoyando el libro que había encontrado sobre la mesa -. Gracias por traerlo de vuelta, creo que usted y yo llegaremos a entendernos. Pero de aquí en más, necesitaré que no se dé por vencido al primer intento, sepa que me merece tan poco respeto quien juzga o se juzga por las apariencias, como quien elije un libro por su portada ».
viernes, julio 4
jueves, julio 3
miércoles, julio 2
martes, julio 1
La biblioteca de noche
« Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre me han parecido lugares gratamente disparatados, y hasta donde alcanza mi memoria siempre me ha seducido su lógica laberíntica, la cual sugiere que la razón (si no el arte) gobierna una acumulación cacofónica de libros. Siento el placer de la aventura cuando me pierdo entre estantes atestados de volúmenes con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido. Durante largo tiempo los libros han sido instrumentos de las artes adivinatorias. «Una gran biblioteca» —observa Northrop Frye en uno de sus muchos cuadernos de notas—, «posee realmente el don de lenguas y un gran potencial para la comunicación telepática.» Bajo el influjo de tan agradables ilusiones me he pasado medio siglo coleccionando libros. Ellos, inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino que me han ofrecido todo tipo de revelaciones. «Mi biblioteca —escribió Petrarca a un amigo— no es inculta aunque pertenezca a un inculto.» Como los de Petrarca, mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco que incluso toleren mi presencia. A veces creo abusar de ese privilegio.
El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite. Puede verse dominado por el horror —a la acumulación o a la magnitud, al silencio, a la admonición burlona de que es mucho lo que ignora, a la vigilancia—, y parte de esa sensación abrumadora puede seguir aferrada a él una vez aprendidos los rituales y las convenciones, una vez cartografiado el territorio, una vez comprobada la actitud amistosa de los nativos.
Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario. La inercia y una mal reprimida afición a los viajes decidieron otra cosa. Hoy, sin embargo, cumplidos los cincuenta y seis años («la edad» —como afirma Dostoyevski en El idiota—, «a la cual puede decirse con razón que comienza la verdadera vida»), he vuelto a ese temprano ideal y, aunque no puedo decir que sea propiamente bibliotecario, vivo entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites comienzan a desdibujarse o a coincidir con los de mi casa »
Alberto Manguel
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