viernes, febrero 20

¿Cómo va a ser tu día hoy?

« Esta mañana desperté emocionado
con todas las cosas que tengo que hacer
antes que el reloj sonara.

Tengo responsabilidades que cumplir hoy. Soy importante.
Mi trabajo es escoger qué clase de día voy a tener.

Hoy puedo quejarme porque el día está lluvioso
o puedo dar gracias a Dios porque las plantas están siendo regadas.

Hoy me puedo sentir triste porque no tengo más dinero
o puedo estar contento que mis finanzas me empujan
a planear mis compras con inteligencia.

Hoy puedo quejarme de mi salud
o puedo regocijarme de que estoy vivo.

Hoy puedo lamentarme de todo
lo que mis padres no me dieron mientras estaba creciendo
o puedo sentirme agradecido de que me permitieran haber nacido.

Hoy puedo llorar porque las rosas tienen espinas
o puedo celebrar que las espinas tienen rosas.

Hoy puedo auto compadecerme por no tener muchos amigos
o puedo emocionarme y embarcarme en la aventura de descubrir nuevas relaciones.

Hoy puedo quejarme porque tengo que ir a trabajar
o puedo gritar de alegría porque tengo un trabajo.

Hoy puedo quejarme porque tengo que ir a la escuela
o puedo abrir mi mente enérgicamente
y llenarla con nuevos y ricos conocimientos.

Hoy puedo murmurar amargamente porque tengo que hacer las labores del hogar
o puedo sentirme honrado porque tengo un techo para mi mente, cuerpo y alma.

Hoy el día se presenta ante mi esperando a que yo le de forma y aquí estoy,
soy el escultor. Lo que suceda hoy depende de mi,
yo debo escoger qué tipo de día voy a tener.

Que tengas un gran día… A menos que tengas otros planes ».

Mario Benedetti



Sólo es un niño (Papá olvida)

« Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.

Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con la toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.

Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: “¡Adiós, papa!” y yo fruncí el entrecejo y te respondí: “¡Ten erguidos los hombros!”

Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amigos al hacerte marchar a casa delante de mí. Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.

¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca, y entraste tímidamente con una mirada de perseguido? Cuando levante la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta. “¿Qué quieres ahora?” Te dije bruscamente.

Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aún el descuido ajeno puede agostar. Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.

Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mi un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mi la costumbre?

La costumbre de encontrar defectos, de reprender; ésta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.

Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado a tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.

Es una pobre explicación; se que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto pero mañana seré un verdadero papá. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: “No es más que un niño, un niño pequeñito”.

Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro. He pedido demasiado, demasiado ».


Enrique Rambal