miércoles, noviembre 30

Eterno resplandor de una mente sin recuerdos

« Felιz eѕ el deѕтιno de laѕ vιrgeneѕ veѕтaleѕ. 
pυeѕ olvιdan al мυndo y el мυndo laѕ olvιda a ellaѕ. 
Eтerno reѕplandor de υna мenтe ѕιn recυerdoѕ: 
cada oracιón acepтada y cada deѕeo renυncιado ».


Silencio

« Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio »

« Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.

Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.

Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.

Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.

Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.

Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.

Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado.

Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.

Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía alguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.


Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara ».

Allan Poe

martes, noviembre 29

When you really love someone

Cartas

« Quiero que me oigas sin juzgarme.
Quiero que opines sin aconsejarme.
Quiero que confíes en mí sin exigirme.
Quiero que me ayudes sin intentar decidir por mí.
Quiero que me cuides sin anularme.
Quiero que me mires sin proyectar tus cosas en mí.
Quiero que me abraces sin asfixiarme.
Quiero que me animes sin empujarme.
Quiero que me sostengas sin hacerte cargo de mí.
Quiero que me protejas sin mentiras.
Quiero que te acerques sin invadirme.
Quiero que conozcas las cosas mías que más te disgusten.
Quiero que las aceptes y no pretendas cambiarlas.
Quiero que sepas que HOY cuentas conmigo...Sin condiciones ».



Jorge Bucay

lunes, noviembre 28

Un poco de Vampiros

« Seductores que más que alimentarse de sangre humana lo hacen del miedo [...] »

« "Cae la noche. A lo lejos, entre las sombras crepusculares de árboles sin hojas, una silueta inquietante es descubierta, un instante tan sólo, por la blancura sólida del relámpago. Los caballos de nuestro carruaje relinchan, se encabritan, huyen despavoridos. A través de la ventanilla, el tenebroso paisaje corre veloz, pero percibimos la proximidad de esa sombra, junto con un hedor a almizcle. Afiladas garras etéreas se apoderan entonces de nuestro cuello y nos impiden respirar. El terror se transmuta en una voluptuosa somnolencia. Entregados ahora a ella, no la cambiaríamos por nada. ¿Acaso es esto la muerte?"


Es, de hecho, el cliché que hemos leído hasta el cansancio de lo que ocurre cuando un vampiro, es decir, un muerto que se alimenta de la sangre de los vivos, aparece. ¿Y a quién debemos está curiosa historia? A dos ejemplares literariamente infames: el primero de ellos se llama simplemente El vampiro, y fue escrito aproximadamente en 1819 por un joven impresionable y no muy avispado de origen italiano: John William Polidori (1796-1821). En su corta vida, no le dio tiempo más que para graduarse de médico en la Universidad de Edimburgo y fungir como secretario de Lord Byron, quien lo atormentaba haciéndole blanco de burlas y sarcasmos. Polidori se vengó de Byron, sin embargo, de un modo contundente: lo utilizó de modelo para dar vida a Lord Ruthven, el protagonista de su cuento, y el primer vampiro seductor, distinguido y elegante de la literatura. Por una confusión editorial, la primera vez que se publicó El vampiro, apareció en la revista New Monthly firmado por Lord Byron, y esto aseguró su popularidad.


Pero los vampiros, como ocurre siempre, no fueron inventados por un hombre. No fueron ni Polidori ni Rymer ni Stoker los creadores de un caballero galante y seductor que se alimenta de sangre humana. Los vampiros, los monstruos que viven en la muerte, provienen del miedo, y han estado ahí desde el momento en que un hombre abrió los ojos en mitad de la noche y no se atrevió a cerrarlos de nuevo.

Una vez que el vampiro te toca, no es posible luchar contra el impulso de seguirlo, aun con plena conciencia de extraviarse en los meandros del infierno. Esto, que es experimentado por quienes han sido conducidos en sueños por la sensualidad de Carmilla, Clarimonda o Cristina (la bella gitana de “Porque la sangre es vida” del italoamericano Francis Marion Crawford, 1854-1909) es completamente cierto en términos biológicos. El murciélago, ese infeliz y feo animal que come frutas e insectos, tiene un primo que efectivamente bebe sangre. Lo hace por las noches y siempre busca a la misma víctima, que por lo regular es una vaca o un caballo. Hace un corte en una vena que su baba adormece y evita que cicatrice, y pasa la noche lengüeteando la sangre que de ahí brota. Tal como se describe en “Bebe mi sangre”, el cuento del guionista neoyorquino Richard Matheson (1926), en el que un niño que sueña ser vampiro acaba robando un murciélago del zoológico y se hace un corte en la garganta para que el animal beba de ahí. Aunque al principio, el bicho, asustado, no quiere hacerlo, una vez que prueba el líquido vital, no puede dejar de abalanzarse sobre el muchacho con fruición, a pesar de que el otro se siente desfallecer. En la imagen final, Matheson da un giro genial a su cuento, que lo inserta en ese territorio onírico en el que las bellas e irresistibles vampiras antes descritas se desenvuelven, y en el que habría que incluir “La habitación de la torre” (1912), de Edward Frederick Benson, en el que un sueño recurrente, que envejece, se vuelve cierto. Matheson, guionista de La dimensión desconocida y autor de la novela llevada al cine Soy leyenda, publicó en 1956 una obra clásica,El hombre menguante, que Pedro Almodóvar incluye en la escena central de su película Hable con ella.

Hasta aquí, la víctima es consciente de lo que pasa, y no puede contener su propio impulso, pero en el caso de piezas como “El conde Magnus”, de M.R. James (1862-1936), la favorita de Lovecraft por “invocar suavemente el horror a partir de la prosaica vida diaria”, la presencia del Mal pasa desapercibida a los ojos del protagonista, quien, a diferencia del lector, no se da cuenta de algo, hasta el final.

Hay que recordar las palabras de Edgar Allan Poe: “El horror no procede de Alemania, sino del alma”, y es esa, tal vez, y no la que apunta el conde Siruela, la única justificación de que en una antología de esta naturaleza sea incluida la breve obra maestra de “Berenice”, el cuento de Poe en el que el protagonista, enfermo de los nervios, profana la tumba de su esposa, que también es su prima, y que, por no sé que artes de la catalepsia, continúa con vida, para arrancarle los dientes, que son el objeto de su obsesión más profunda.

Tampoco veo otra razón que la calidad del relato, para que sea incluido aquí “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga, ya que un insecto chupasangre, aun cuando sea de tamaño descomunal, no puede compararse, ni remotamente, con una pasión que traspasa los límites de la muerte. Decía Charles Baudelaire: “La voluptuosidad única y suprema del amor es la certeza de hacer el Mal”. Y eso y no otra cosa es el vampiro.

Mientras se lee “Páginas…” de esta muchacha inglesa, impetuosa y perturbadora mente inconsciente que narra el cuento de Robert Aickman (1914-1981), puede pensarse en lo que ocurre cuando se desencadena en el propio cuerpo una droga, y el mundo exterior comienza a volverse cada vez más pequeño en contraste con el crecimiento desorbitado del interior, y la claridad y tenacidad con que las imágenes y deseos de nuestra mente se hacen reales y contundentes. ¿Cómo se siente convertirse en vampiro? Es una debilidad, diría tal vez esta chica excitada a punto de reventar, ante los ojos ajenos, que se inclina hacia el poder absoluto. “Dudo que vuelva a escribir. No creo que tenga algo más qué decir...”, reza la última línea de su diario ».

Necrópolis

 « Es domingo por la tarde y la cinta de asfalto que, pulida y sinuosa, sube cada vez más arriba de las montañas, no es tan solitaria como me hubiera gustado. Algunos coches me adelantan, otros vuelven a Schirmek, en el valle, de manera que el tráfico de turistas rompe mi recogimiento, banalizando lo que había esperado encontrar. Sé que también yo con mi vehículo formo parte de esta procesión motorizada, pero aun así pienso que, por mi antigua vinculación con este lugar, si hubiese llegado solo, mi presencia no habría cambiado la imagen onírica que ha permanecido, intacta, en la sombra de mi conciencia desde el final de la guerra.

Noto que dentro de mí ha despertado una especie de rebelión incomprensible, una rebelión contra el hecho de que este lugar montañoso que forma parte de nuestro mundo interior ahora esté abierto y desnudo. Y a esta rebelión se unen también los celos: no sólo porque los ojos ajenos de los turistas se paseen por el ambiente que fue testigo de nuestra anónima cautividad, sino también porque sus miradas (y de eso estoy completamente seguro) nunca podrán penetrar en el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la dignidad humana y en la libertad de nuestras decisiones personales.

Pero, a la vez, desde no se sabe dónde, inevitable, casi inoportuna, se introduce la satisfacción de que los montes de los Vosgos ya no son un lugar escondido de aniquilación retirada que se consume dentro de sí mismo, sino que a él se dirigen los pasos de una numerosa multitud predispuesta emocionalmente a intuir lo singular del inconcebible destino de sus hijos perdidos, aun cuando no es lo suficientemente madura para podérselo imaginar.

Es cierto que la subida a este remoto lugar de montaña recuerda al afán peregrino hacia las faldas escarpadas de los montes sagrados. Pero esta romería nada tiene que ver con aquella veneración contra la que luchaba con tanto empeño Primož, quien deseaba que el hombre esloveno despertase a una fe interior, en vez de dispersarse en una ritualidad superficial y multitudinaria. Aquí, la gente de todos los países europeos se une en las terrazas de las altas montañas donde la maldad del hombre triunfaba sobre el dolor humano, casi imprimiéndole al exterminio el sello de eternidad. Pero los peregrinos modernos no han venido en busca de una milagrosa sublimación de sus deseos, sino que han subido aquí para pisar un suelo verdaderamente sagrado, y para rendir homenaje a las cenizas de personas iguales a ellos, que con su presencia muda erigen en la conciencia de los pueblos un hito inamovible de la historia humana ».
 
 Boris Pahor
 
 

domingo, noviembre 27

Los libros

« La otra noche iba hacia casa cuando me encontré un montón de libros abandonados junto a un contenedor de basura. Me acerqué a curiosear y descubrí que estaban mis títulos favoritos. ¡Cualquiera de ellos podía formar parte de mi biblioteca! [...] »

Alguien que posee esos libros no los abandona así como así. Estaba claro que eran robados y por cualquier extraño motivo el ladrón había decidido deshacerse del botín. También se me pasó por la cabeza la posibilidad de que el dueño de aquellos libros hubiera muerto y los herederos no tuvieran la menor idea de literatura. El caso es que me encontraba allí, delante de más de cien fabulosos libros. La ansiedad por rescatarlos y llevarlos a casa me impedía reflexionar tranquilamente.

Me había olvidado el móvil y por lo tanto no podía llamar a alguien para que me ayudara a realizar el traslado. Pensé en hacer varios viajes, pero corría el riesgo de que alguien los descubriera mientras hacia alguno de los portes. Entonces se me ocurrió ordenarlos como si estuviera en mi propia casa. Los fui amontonando por género y autor. Estaba enfrascado en la tarea cuando me llevé una enorme sorpresa al encontrarme con varios de mis libros. Me invadió una mezcla de alegría y decepción. Me consoló el hecho de que también habían abandonado a Conrad y Melville. Los transeúntes me miraban de soslayo y tuve la sensación de que alguno lo hacía con envidia. Cuando terminé de ordenarlos, me senté en la acera a pensar en una solución. Se me ocurrió parar un taxi, aunque estaba a cincuenta metros de mi casa y el taxista me tomaría por loco. No importaba. Le contaría la verdad. Le diría que era un bibliófilo y que me había encontrado con un tesoro que no podía despreciar. No importaba que ya tuviera todos los títulos. 

En ese instante, reflexioné más detenidamente. ¿Para que quería tener tantos libros repetidos? Estaba bien que me llevara las novelas que yo había escrito para después regalarlas, pero era absurdo cargar con el resto de ejemplares. No fue fácil tomar la decisión de llevarme sólo mis novelas, pero lo hice. Estaba deseando llegar a casa para telefonear a mis amigos y decirles que acudieran inmediatamente a recoger los libros restantes. Yo mismo los custodiaría hasta que ellos llegaran. Pero al subir en el ascensor, me invadió una terrible duda que hasta ese instante no me había planteado. ¿Y si un ladrón había entrado en casa mientras yo estaba fuera? ¿Cómo iba a tener alguien exactamente las mismas ediciones que yo poseía desde hacía tantos años? Además, ¿no era demasiada casualidad que ahí estuvieran todas las novelas que yo había publicado? ¿Cómo no se me había ocurrido mirar si tenían puesto el nombre del dueño? No esperé a llegar a casa para comprobarlo. Pulsé el botón de stop del ascensor y volví a bajar. Salí a la calle y me dirigí al contenedor con la terrible inquietud de no encontrarlos ».

Garriga Vela

sábado, noviembre 26

De peras & olmos

« El olmo no da peras porque nadie espera peras del olmo. Ni siquiera él. De lo contrario… trastocaría el orden de las cosas [...] Desde luego que un olmo jamás dará peras de la misma manera en que lo hace un peral. Pero de ello no se puede concluir que no sea capaz de dar peras. [...] Si fue posible convertir el agua en vino… no encuentro la razón para no pedirle peras al olmo »

jueves, noviembre 24

Esos que leen...

« El libro bueno es el amigo que todo lo da y nada pide. El maestro generoso que no regatea su saber ni se cansa de repetir lo que sabe. El fiel transmisor de la prudencia y de la sabiduría antigua. El consuelo de las horas tristes. El que hace olvidar al preso su cárcel y al desterrado su nostalgia. El sedante de los grandes afanes, que va dondequiera que vayamos con nuestro dolor. El mentor de las grandes decisiones. El que ablanda el corazón en los momentos de dureza, o nos vigoriza cuando empezamos a flanquear. Y después de ser todo esto, tiene la soberana grandeza de no hipotecar nuestra gratitud. Una vez leído lo volvemos sencillamente al estante, o lo dejamos olvidado en el asiento de un tren. Es igual. Ni nos guardará rencor si no se lo hemos agradecido ».

Gregorio Marañón

miércoles, noviembre 23

Te amo ★ ••

« Te amo de una manera inexplicable.
De una forma inconfesable,
De un modo contradictorio.

Te amo
Con mis estados de ánimo que son muchos,
y cambian de humor continuamente.
Por lo que ya sabes;
El tiempo, la vida, la muerte...

Te amo
con el mundo que no entiendo,
Con la gente que no comprende,
Con la ambivalencia de mi alma,
Con la incoherencia de mis actos,
Con la fatalidad del destino,
Con la conspiración del deseo,
Con la ambigüedad de los hechos.

Aún cuando te digo que no te amo, te amo.
Hasta cuando te engaño, no te engaño.
En el fondo, llevo a cabo un plan,
para amarte... mejor.

Te amo
Sin reflexionar, 
inconscientemente,
irresponsablemente,
espontáneamente,
involuntariamente,
por instinto,
por impulso,
irracionalmente.

En efecto,
no tengo argumentos lógicos,
ni siquiera improvisados
para fundamentar este amor que siento por ti :
que surgió misteriosamente de la nada,
que no ha resuelto mágicamente nada,

y que milagrosamente, 
de a poco, con poco y nada
ha mejorado lo peor de mi.


Te amo.
Te amo con un cuerpo que no piensa,
con un corazón que no razona,
con una cabeza que no coordina.

Te amo
incomprensiblemente.
Sin preguntarme, por qué te amo.
Sin importarme por qué te amo.
Sin cuestionarme por qué te amo.

--Te amo --
sencillamente porque te amo.

Yo mismo no sé por qué te amo »

Pablo neruda

domingo, noviembre 20

Círculo de Tiza

« Espero que esto no suene como una interpretación pesimista de esta aventura inmensa que es la vida, porque no se trata de eso... [...]

Yo aprendí muchas cosas de mi propia soledad, de hecho, hay muchas cosas que sólo la auténtica soledad puede enseñarnos, pero la más importante es: Que si de verdad acabas por no temerle, puedes dejar de estar sola cuando quieras, porque ya eres libre para acompañarte de quien prefieras y hasta el grado que tú decidas, mientras que, si te acercas a la gente para rehuir de tu soledad, sólo consigues engañarte.

Ahora que estás tan asustada es momento de saber qué es todo aquello que tanto temes. En realidad, una crisis así es como un terremoto que derriba las barreras que interponemos entre nosotros y nuestros fantasmas, como si fueran las murallas de arena que los niños construyen junto al mar.

Y justamente hoy que esos fantasmas están paseando a sus anchas por tu conciencia,  es tu más grande  oportunidad  de  mirarlos a la cara sin barrotes de por medio, claro, si consigues controlar el impulso de salir corriendo para construir un zoológico nuevo y tenerlo  reservado para cuando esos demonios quieran alcanzarte. Si logras darte cuenta de que en tu interior no hay algo que temer, cambiarán muchas cosas. Son mis escritos. ¡No me los corrijas, mujer! »



From Cuba
Jorge Berenguer Barrera

sábado, noviembre 19

Un ángel enamorado

« Seth, que no puede sentir los sabores por ser un ángel, le pregunta a Marie por el sabor de una pera; ella le responde: “Sabe a pera”, Seth insiste y le pide que lo haga como Hemingway, entonces ella hace un esfuerzo y describe el sabor: “Suave, dulce, como si tuvieras azúcar con la finura de la arena del mar en la boca, azúcar que se va deslizando y desapareciendo en la lengua, hasta que solo te deja una sensación fresca [...] »

« Estaban tan juntos, que mientras se movía la aguja que marcaba los minutos, aguja que él no veía ya, sabían que nada podía pasarle a uno sin que le pasara al otro; que no podría pasarles algo, si no eso; que eso era todo y siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes, y ahora, ahora y ahora. O ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este ahora como no hubo otro, sino este ahora y ahora es tu profeta. Ahora y por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora. Sí, ahora. Ahora por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y dónde estás tú? ¿ Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro? Y ya no hay por qué; ya no habrá nunca por qué; sólo hay este ahora. Ni habrá nunca por qué, sólo este presente, y de ahora en adelante sólo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora sólo un ahora; desde ahora sólo hay uno, no hay otro más que uno; uno, uno, uno. Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiadamente, uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre la tierra ». 



viernes, noviembre 18

Máscara


« Jamás dejes de ser tú para caerle bien a alguien, 
porque al final, igual se te va a salir la personalidad ».

miércoles, noviembre 16

Barbechar

« (De barbecho)

1. tr. Arar o labrar la tierra disponiéndola para la siembra.
2. tr. Arar la tierra para que se meteorice y descanse »

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martes, noviembre 15

Los cuatro acuerdos

« No hay razón para sufrir. La única razón por la que sufres es porque así tú lo exiges. Si observas tu vida encontrarás muchas excusas para sufrir, pero ninguna razón válida. Lo mismo es aplicable a la felicidad. La felicidad es una elección, como también lo es el sufrimiento »

lunes, noviembre 14

El eco

« Cuentan que un niño que paseaba por la montaña con su papá, tropezó y gritó ¡Ay!... de inmediato a lo lejos escuchó la voz que gritaba ¡Ay...Ay!... Con curiosidad el niño pregunta: -¿Quién está ahí?...- y sin tardanza la voz le dice: "¿Quién está ahí?"..."¿Quién está ahí?"...Enojado por la pregunta , el niño grita:- ¡Cobardeeeee!- 
y la voz responde pronta: 
¡Cobardeeeee!...¡Cobardeeeee!...¡Cobardeeeee!...

El niño se vuelve hacia su padre y le dice:- ¿Qué pasa, papá?-. El padre sonriendo le responde: -Presta atención hijo-.  Entonces se vuelve hacia la montaña y haciendo bocina con las manos grita : ¡Te admiroooo ! y la voz regresa diciendo... ¡Te admiroooo!...¡Te admiroooo!...¡Te admiroooo!... y de nuevo el hombre grita: ¡Eres un campeoooón!...y se escucha: ¡Eres un campeoooón!...¡Eres un campeoooón!...¡Eres un campeoooón!...

El niño observa al padre curioso, pero sin entender qué pasa, y el padre le explica: -Mira hijo, a eso la gente le llama eco...pero en realidad es la vida: te devuelve todo lo que dices y haces. Nuestra vida sólo es un reflejo de nuestras acciones; si deseas más amor en el mundo, crea más amor a tu alrededor; si deseas más felicidad... da más felicidad a los que te rodean. Esto se lleva a todos los aspectos de la vida, la vida te dará de regreso exactamente aquello que tú le hayas dado. Tu vida no es una coincidencia... es un reflejo de ti. 

SI NO TE GUSTA LO QUE ESTÁS RECIBIENDO...FÍJATE LO QUE ESTÁS DANDO »

domingo, noviembre 13

Frases de El precio del mañana

«¿Qué haces aquí presumiendo tu tiempo? »

« ¿Es robar si ya es robado? »

« Mucho tiempo en manos equivocadas 
puede quebrar el mercado ».

« ¿Aún no lo entiendes? Todos no pueden vivir para siempre ¿dónde los pondríamos? ¿Por qué crees que su tiempo se termina? ¿Por qué piensas que los impuestos y los precios se elevan el mismo día en el gueto? El precio de vivir sigue elevándose para asegurar de que la gente siga muriendo pero la verdad es, que ese tiempo es suficiente. Nadie tiene que morir antes que le llegue su hora ».

« Sólo quiero despertar con más tiempo en mis manos ».

« El tiempo o la vida, pero como tu vida es el tiempo... »

« ¿No entiendes que le haces daño a las personas que desean ayudar? »

« No deberíamos vivir para siempre » 

« Esto es apenas capitalismo Darwiniano: selección natural. 
Absolutamente, el fuerte sobrevive »

« Para que algunos sean inmortales muchos deben morir ».

« Nadie debería ser inmortal si para ello una sola persona tiene que morir ».

« No tengo tiempo de pensar cómo pasó, las cosas son como son ».

« No desperdicies mi tiempo ».

«- ¿Cuánto tiempo tenemos?
- Un día.
-Se pueden hacer muchas cosas en un día ».

sábado, noviembre 12

Palabras fuertes

« El comentario de Susy sobre mi lenguaje subido de tono me perturba [...]

Durante los primeros diez años de mi vida de casado, mantuve un discreto y constante control de mi lengua mientas estaba en la casa, y salía y recorría cierta distancia cuando las circunstancias me excedían y me obligaban a buscar alivio. Atesoraba el respeto y la aprobación de mi esposa muy por encima del respeto y la aprobación del resto de la raza humana. Temía el día en que ella descubriera que yo no era más que un sepulcro blanqueado, cargado de lenguaje reprimido. Durante diez años fui tan cuidadoso que no dudaba de que mi represión era exitosa. Por lo tanto era casi tan feliz con mi culpa como si hubiera sido inocente.

Pero finalmente un accidente me dejó al desnudo. Una mañana fui al baño a arreglarme, y por descuido dejé la puerta entornada unos centímetros. Era la primera vez que no tomaba la precaución de cerrarla correctamente. Conocía perfectamente la necesidad de hacerlo sin falta, porque afeitarme siempre era para mí un verdadero suplicio que me ponía a prueba, y rara vez podía superarlo sin recurrir a alguna manifestación verbal. Esta vez me encontraba desprotegido, sin siquiera sospecharlo. No tuve problemas extraordinarios con mi navaja en esa ocasión, y pude arreglármelas tan sólo con refunfuños y gruñidos indecorosos, pero que no eran ruidosos ni enfáticos… nada de exclamaciones ni aullidos. 

Después me puse una camisa. Mis camisas son un invento mío. Están abiertas atrás, y allí se abotonan… cuando tienen botones. Esta vez el botón faltaba. Mi temperamento ascendió varios grados en un segundo, y mis comentarios subieron de tono de manera acorde, tanto en volumen como en vigor de expresión. Pero no me preocupé, porque la puerta del baño era sólida y supuse que estaba bien cerrada. Abrí la ventana de un tirón y arrojé la camisa afuera. Cayó sobre los arbustos, donde la gente en camino hacia la iglesia podría admirarla si lo deseaba: había tan sólo unos quince metros de hierba entre la camisa y los transeúntes. Todavía gruñendo como un trueno distante, me puse otra camisa. También le faltaba el botón. Subí los decibeles de mi lenguaje para enfrentar la emergencia, y arrojé la nueva camisa por la ventana. Estaba demasiado furioso -demasiado enloquecido- para examinar la tercera, así que directamente me la puse con gran irritación. Una vez más le faltaba el botón, y la camisa salió por la ventana detrás de sus camaradas. Luego me incorporé, reuní todas mis reservas, y solté la lengua como en una carga de caballería. En medio de mi gran ataque, advertí la puerta entreabierta y quedé paralizado.

Me llevó un buen rato terminar mi arreglo personal. Alargué ese tiempo innecesariamente tratando de decidir qué era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Traté de concebir la esperanza de que la señora Clemens estuviera dormida, pero sabía que no era así. No podía huir por la ventana. Era angosta y sólo adecuada para que salieran las camisas. Finalmente, tomé la decisión de entrar despreocupada y descaradamente al dormitorio con el aire de una persona que no ha hecho absolutamente algo. Recorrí con éxito la mitad del trayecto. No dirigí la mirada hacia ella, porque eso no me daba seguridad. 

Es muy difícil dar la apariencia de que uno no ha hecho algo cuando los hechos son exactamente opuestos, y a medida que avanzaba sentía que mi confianza se evaporaba. Apunté hacia la puerta de la izquierda porque era la que estaba más lejos de mi esposa. Nadie la había abierto desde el día que se construyó la casa, pero ahora me parecía un refugio providencial. La cama era esta misma en la que ahora estoy acostado, y dictando estas historias cada mañana con total serenidad. Era este mismo armazón veneciano elaboradamente tallado -el más cómodo que existió nunca, con espacio suficiente para toda una familia, y cantidad de ángeles tallados en sus columnas espiraladas y su cabezal y su listón a los pies para dar tranquilidad y sueños placenteros a los durmientes-. Tuve que detenerme en la mitad de la habitación. No tenía la fuerza necesaria para seguir adelante. Creía estar atravesado por una mirada acusadora… y que incluso los ángeles tallados me traspasaban con ojos poco amigables. Todos conocen la sensación que se tiene cuando uno está convencido de que, a sus espaldas, alguien lo mira con fijeza. Hay que volver el rostro… nadie puede evitarlo. Yo me volví. La cama estaba colocada tal como está ahora, con los pies donde debería estar la cabecera. Si hubiera estado colocada como debería, la altura del cabezal me hubiera protegido. Pero el listón de los pies no era suficiente protección, porque me dejaba al descubierto. Estaba expuesto. Completamente desprotegido. Me volví porque no pude evitarlo… y mi recuerdo de lo que vi aún es vívido después de todos los años transcurridos.

Sobre las almohadas vi la cabeza negra… vi esa cara joven y bella, y vi en esos hermosos ojos algo que nunca antes había visto. Centelleaban y relampagueaban con indignación. Sentí que me desmoronaba. Sentí que me reducía a la nada bajo esa mirada acusadora. Permanecí en silencio ante ese fuego desolador durante casi un minuto, diría… Pareció un tiempo muy, muy largo. Después los labios de mi esposa se separaron, y de ellos brotó… el último comentario que yo había hecho en el baño. El lenguaje era perfecto, pero la expresión era aterciopelada, poco práctica, como de aprendiz, ignorante, inexperta, cómicamente inadecuada, absurdamente débil y totalmente incompatible con ese gran lenguaje. Nunca en mi vida había escuchado algo tan desafinado, tan poco armonioso, tan incongruente, tan inapropiado como esas poderosas palabras cantadas al son de una música tan débil. Traté de no reírme, porque era una persona culpable que necesitaba con urgencia piedad y clemencia. Traté de no soltar la carcajada, y lo logré… hasta que ella dijo, con la mayor gravedad: “Ahí tienes, ahora sabes cómo suena”.

Entonces estallé; el aire se llenó de mis fragmentos, y se los oía pasar zumbando. Dije: “¡Oh, no, Livy, por favor, si suena así jamás volveré a hacerlo!”

Y entonces ella también rompió a reír. Ambos nos convulsionamos de risa y seguimos riéndonos hasta que estuvimos físicamente exhaustos y espiritualmente reconciliados »


Mark Twain

viernes, noviembre 11

Sin preocupaciones 11.11.11

« Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas »




Mateo 6: 25-33

jueves, noviembre 10

Código Chuck Norris

« Desarrollaré mi potencial al máximo posible 
en todas las perspectivas de mi vida.
๑ Olvidaré los errores del pasado y me concentraré 

en los grandes triunfos del presente.
๑Me mantendré siempre en un pensamiento positivo 
y trataré de transmitir éste a todas las personas que conozca.
๑ Trataré continuamente de desarrollar el amor
la alegría y la lealtad en mi familia, y comprenderé que 
ningún otro logro puede compensar los fallos en mi hogar.
๑ Buscaré lo mejor de todas las personas 
y les haré sentir que valen la pena.
๑Si no tengo algo bueno que decir sobre una persona, 
no lo diré. 
๑Emplearé tanto tiempo en mejorar mi persona 
que no tendré tiempo de criticar a los demás.
๑Seré siempre tan entusiasta con los logros de otras personas 
como con los míos propios.
๑ Mantendré una actitud de tolerancia hacia las personas 
que tienen un punto de vista diferente del mío, 
mientras todavía me mantendré firme respecto 
a lo que personalmente creo verdadero y honesto.
๑Mantendré respeto hacia las autoridades 

y lo demostraré todo el tiempo.
 Me mantendré siempre leal a Dios,
 mi país, mi familia y a mis amigos.
๑Me mantendré siempre altamente orientado durante toda mi vida con una actitud positiva a ayudar a mi familia, mi país y mi persona ».

El príncipe feliz

« La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa »

«—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —
le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. 
El Príncipe Feliz no llora por nada.
—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —
murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.
—De verdad parece que fuese un ángel —
comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, 
vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.
—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —
les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?
—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —
le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño 
y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.

Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para meterle conversación.

—¿Puedo amarte? —le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos.
El junco le hizo una amplia reverencia.
La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.

—Es un ridículo enamoramiento —comentaban las demás golondrinas—; 
ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia 
es terriblemente numerosa—. Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos.
A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, 
y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante.
—No dice nunca algo —se dijo—, 
y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa.
Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, 
el junco realizaba sus más graciosas reverencias.
—Además es demasiado sedentario —pensó también la golondrina—; 
y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes.
—¿Vas a venirte conmigo? —
le preguntó al fin un día. Pero el junco se negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.
—¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos! —
se quejó la golondrina—. Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!
Y diciendo esto, se echó a volar.

Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.
—¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. 
Espero que en esta ciudad hay algún albergue donde pueda pernoctar.
En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna.
—Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien ventilado.
Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.
Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor.
En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, 
le cayó encima un grueso goterón.
—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. 
No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, 
y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. 

Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.
En ese mismo momento cayó otra gota.
—¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia? —
dijo—. Mejor voy a buscar una buena chimenea.
Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.
Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, 
una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... 
¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.

—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy el Príncipe Feliz.
Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.

—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar.

—¿Cómo? —se preguntó para sí la golondrina—, ¿no es oro de ley?
Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.

—Allá abajo —siguió hablando la estatua con voz baja y musical—... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal.

—Los míos están esperándome en Egipto —contestó la golondrina—. Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!

—Es que no me gustan mucho los niños —contesto— la golondrina—. El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció.
—Ya está haciendo mucho frío —dijo—, 
pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.
—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.

La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló por sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente.

¡Qué lindas son las estrellas —dijo el novio— y qué maravilloso es el poder del amor!
—Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala —contestó ella—. 
Mandé a bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!

La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas.

—¡Qué brisa tan deliciosa! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.
Y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.
Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
—¡Qué raro! —agrego—, pero ahora casi tengo calor; 
y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.
—Es porque has hecho una obra de amor —le explicó el Príncipe.

La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. 
Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.
Al amanecer voló hacia el río para bañarse.
—¡Qué fenómeno extraordinario! —
exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente—. 
¡Una golondrina en pleno invierno!

Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.

—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.
Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: “¡Qué extranjera tan distinguida!“. Cosa que a la golondrina la hacía feliz.

Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe.
—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? —le gritó—. 
Voy a partir ahora.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, 
¿no te quedarías conmigo una noche más?
—Los míos me están esperando en Egipto —contesto la golondrina—. 
Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.
—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo —dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?

—¡Ay, no tengo más rubíes! —se lamentó el Príncipe—. Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.
—Pero mi Príncipe querido —dijo la golondrina—, eso yo no lo puedo hacer.
Y se puso a llorar.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, por favor, haz lo que te pido.
Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

—¿Será que el público comienza a reconocerme? —se dijo— 
Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. 
¡Ahora podré acabar mi obra! Y se le notaba muy contento.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.
—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.
Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.
—Vengo a decirte adiós—le dijo.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le dijo el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo otra noche?
—Ya es pleno invierno —respondió la golondrina—, y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.

—Allá abajo en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche contigo —dijo la golondrina—, 
pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, haz lo que te pido, te lo suplico.
La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.

—¡Qué bonito pedazo de vidrio! —exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.
Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.
—Ahora que estás ciego —le dijo—, voy a quedarme a tu lado para siempre.
—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Ahora tienes que irte a Egipto.
—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.
Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.

Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.

—Querida golondrina —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras.

Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, 
uno en los brazos del otro para darse calor.
—¡Qué hambre tenemos! —decían.
—¡Fuera de ahí! les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, 
y alejarse caminando bajo la lluvia.
Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.

—Mi estatua esta recubierta de oro fino —le indicó el Príncipe—; 
sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. 
Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.

Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.
—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.

Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.

La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.

Una tarde comprendió que iba a morir, 
pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.
—¡Adiós, mi querido Príncipe! —le murmuró al oído—. 
¿Me dejas que te bese la mano?
—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita —
le dijo el Príncipe—. Has pasado aquí demasiado tiempo. 
Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.
—No es a Egipto donde voy —repuso la golondrina—. 
Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?

El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible.

A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua.

—¡Pero qué es esto! —dijo— ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!
—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.
—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado —
dijo el alcalde—. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.
—¡Un verdadero mendigo! —repitieron los regidores.
—Y hay un pájaro muerto entre sus pies —siguió el alcalde—. 
Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pájaros venirse a morir aquí.
El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.
Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya no es hermoso, sirve para nada —explicó el profesor de Estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal.
—Podemos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
—Claro, la mía —dijeron los regidores cada uno a su vez.
Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.
—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. 
Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.
Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.
—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad —
dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
—Has elegido bien —sonrió Dios—. 
Porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, 
y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Aurea Ciudad »


Oscar Wilde
(Irlanda, 1854 - Francia, 1900)

miércoles, noviembre 9

All about Chuck Norris

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